Las fronteras
BIO
Juliana Camacho is a Latinx writer and Spanish teacher. Her short story “El vestido” won the literary award El Brasil de los sueños. Camacho’s work has been featured in Revista El Malpensante, El Tiempo, and El Espectador. She received an MA in English from Université Sorbonne Nouvelle (Paris, France), and an MA in Children’s and Youth Literature from Université de Maine (Le Mans, France). She currently lives in Western Massachusetts.
Agarré a Eliot de los hombros y enterré en su carne blanca y blanda las uñas que esa semana me había pintado. Durante la arremetida lo miré a los ojos. Él hizo lo mismo, aunque los suyos se abrieron como desorbitados cuando le puse las manos encima. Los ojos verdes y aterrados de Eliot. Los míos a medio cerrar porque me dominó una ira que en ese instante me pareció lúcida y, cómo decirlo, aplomada. Luego emprendí un movimiento de adelante hacia atrás, el mismo con que se desentierra la raíz de un arbusto.
Me levanté del escritorio cuando oí a Eliot decir, con una risa que llevaba siglos gestándose, “deberían matarlos para que no sufran tanto”. Lo dijo lo suficientemente alto como para elevarse sobre el audio de la película que salía de los parlantes del salón. Puse pausa y me dirigí hacia él, que estaba echado en una silla de la última fila. Entonces me dispuse a revolcarle esas palabras en su cuerpo de viejo amargo, de niño caprichoso.
Lo zarandeé sin abrir la boca. Él tampoco dijo nada. Qué iba a decir si pedirme que parara sería aceptar que lo tenía sometido y eso nunca. Lejos, como si Eliot y yo estuviéramos metidos en un acuario, escuché los Oh my God y las risas nerviosas de los estudiantes que habían formado un círculo alrededor de nosotros. Agité el cuerpo de Eliot para quebrar la parte suya que yo no soportaba. Antes de que mi colega de latín me abrazara por detrás para aprisionar mis brazos bajo los suyos, emití un bramido que me dejó un abismo en la barriga. Con la respiración desordenada y la vista vuelta hacia mis botas de nieve que todavía estaban mojadas, sentí un desamparo de fin de mundo. Apreté los puños y los labios para hacerle contrapeso al tremor del resto del cuerpo y esperé a que pasara lo que tenía que pasar.
Me pidieron que recogiera mis cosas esa misma noche. Los guardias de seguridad vendrían a buscarme a las ocho de la mañana para desalojar el campus. En la puerta del apartamento dejaron tres cajas donde debía empacar todas mis pertenencias. No necesité más. Llené dos con mis libros y la otra con las pocas cosas que acumulé en Pine Hill. De cualquier modo, había dejado mi trasteo empacado en una bodega en Santa Marta mientras definía por cuánto tiempo me iba a quedar en Estados Unidos. Salí de la escuela escoltada, como si hubiera matado a alguien. Todo el mundo me vio irme sin siquiera mirarme, que es como miran en ese lado del mundo.
Como mi despido era inevitable y se oficializó en unas cuantas horas, no tuve tiempo ni ánimos para explicar gran cosa en el comité de disciplina que se citó para la tarde. Me fui de Pine Hill sin aclarar que esa sacudida se fue fraguando a pesar mío y que empezó cuando conocí a Eliot la primera semana de colegio, en el almuerzo de presentación entre consejeros y aconsejados. A mí me correspondería darle consejos y a él recibirlos. Que tuviera esa labor extraña fue una novedad de la que me enteré en la reunión con la decana de profesores al día siguiente de mi llegada a la escuela. Además de enseñar español, sería la entrenadora asistente del equipo de baloncesto femenino y tendría a mi cargo a un par de aconsejados de noveno grado −Eliot y Lucy− a quienes debía acompañar de cerca y guiar a lo largo del año. De todas, esa fue la responsabilidad que más me inquietó. ¿Qué consejos iba a darles sobre la cultura de la escuela −porque así lo llamaban ellos, una cultura− si era la primera vez que trabajaba en un lugar semejante?
Supe que Pine Hill era otro mundo desde que subí la colina de la escuela por primera vez. En la carretera principal se abría un camino escondido entre pinos que daba sobre un gran portón de hierro. Había que seguir subiendo entre el bosque para llegar a una edificación de ladrillo, columnas dóricas y una enredadera que crecía en la esquina derecha de la fachada. Sobre el frontón de estuco estaba inscrita una frase en latín cuyo significado fue de las primeras cosas que el rector me reveló al llevarme a conocer el internado. Ad vitam paramus. Nos preparamos para la vida. Yo me pregunté si esto no era la vida ya, o al menos algún tipo de vida, pero no dije nada y asentí. La frase también aparecía en la bandera de la escuela, bajo el escudo que representaba una colina coronada por un pino.
Durante el almuerzo con los aconsejados Eliot mantuvo los ojos clavados en el plato. Yo lo miraba de reojo mientras conversaba con Lucy, que resultó ser una chica encantadora de Carolina del Norte, capitana de voleibol y presidenta del consejo estudiantil de su antiguo colegio. Eliot era rubio y de piel rosada como la mayoría de chicos de la escuela. Con el uniforme azul y gris parecían un ejército de clones. Me saludó dándome la mano y no esbozó siquiera una sonrisa falsa que de algún modo demostrara deferencia. Finalmente sería yo quien le daría consejos y él quien tendría que oírlos. Pero no sonrió. Que en su primer año en Pine Hill le hubieran asignado como consejera a una profesora recién llegada de uno de esos países de allá abajo le debió parecer una afrenta espantosa. Contestó sin entusiasmo las preguntas que le hice. Tenía quince años y venía de Nueva York. Estudiaba español, pero le parecía aburrido. Jugaba hockey. No le molestaba vivir lejos de su familia. Cuando sus ojos se cruzaban con los míos miraba hacia otro lado, como si mi presencia en esa mesa fuera disonante y prefiriera sacarme de cuadro.
En cambio, observaba con frecuencia la mesa de al lado, liderada por un viejo profesor de historia que es una institución en el colegio. Lucy y yo también la mirábamos mientras discutíamos qué tipo de abrigo sería el adecuado para soportar los inviernos de Vermont, a los que ninguna de las dos estábamos acostumbradas. Al sentarse, un séquito de muchachos de último grado esperó en silencio a que el profesor sirviera cada plato y lo hiciera rotar entre sus aconsejados. En la mayoría de mesas ya habían empezado a comer, pero el viejo seguía repartiendo el pan y sirviendo el agua con parsimonia, deleitándose en la atención que le prestaban los chicos. El profesor dirigía la conversación y ocasionalmente apuntaba con el dedo índice a un estudiante para darle la palabra sin que él la hubiera pedido. Momentos antes de que terminara el almuerzo se levantó de la mesa y caminó hasta el palco con su andar paquidérmico. Se acercó al micrófono para recitar el estribillo que, me enteré después, llevaba más de treinta años repitiendo. Guardamos silencio. Sin ningún afán sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo blanco, se lo llevó a la boca y tosió sobre la tela almidonada como un ahogado recién rescatado del agua. Dobló el pañuelo, lo metió de nuevo en el bolsillo y presionó los labios contra el micrófono.
−Pine Hill no es solo una escuela− sentenció con su voz pedregosa. La frase retumbó en el comedor, gobernada por el pito agudo del micrófono que reverberó. El profesor prosiguió sin inmutarse.
−Es una hueste de mentes educadas y de espíritus enhiestos como el pino que nos representa. La rectitud, el conocimiento y la excelencia son nuestro estandarte. Ad vitam paramus− Hizo una pausa en la que levantó la cabeza y miró hacia el frente.
−Este es su legado − pronunció, lentamente.− No lo desmerezcan− dijo, más a manera de reprimenda que de invitación.
Después de un breve silencio reventó en el comedor una ovación entusiasta. Nos paramos. El viejo se bajó del palco y regresó a la mesa con un gesto de sordera, de no querer oír. En el momento del aplauso los labios contraídos de Eliot se abrieron hacia los lados y una mano chocó contra la otra vigorosamente, reanimando todo su cuerpo. Cuando cesó el aplauso no supo qué hacer con la sonrisa ni dónde poner las manos. Entonces me vio mirándolo. Bajó la cabeza, se arregló el blazer, metió las manos en los bolsillos y salió del comedor sin despedirse.
Volví a verlo un par de días después en la clase de español a la que llegó con varios minutos de retraso. Entró al salón sin saludar y se sentó en la última fila. Llevaba el nudo de la corbata mal hecho y el pelo revuelto. “Vamos a presentarnos”, les dije a los estudiantes luego de entregarles el libro de texto. “Estoy Eliot. Estoy americano”, dijo, cuando fue su turno.
−Soy Eliot, soy americano− le corregí.
−What?− dijo en voz baja, mirando a su compañera de puesto. La chica se alzó de hombros.
− Soy, del verbo ser, EliotNo estoy, del verbo estar. Recuerda: ser para descripciones y nacionalidad. Estar para localización y emociones. De nuevo, Eliot, por favor.
No dijo nada. Le sostuve la mirada. −Soy Eliot − dije despacio, para que él repitiera.
−Soy Eliot– concedió él, por el momento.
*
Rápidamente le tomé el ritmo a las clases y a la rutina de la escuela, aunque me costó quitarme de encima el desconcierto. Desembarqué del bullicio de Santa Marta para toparme con ese silencio que era como un muro de piedra. En Pine Hill nunca suena un pito ni explota el tubo de escape de un carro. Ni siquiera el murmullo de los estudiantes y sus risas que son un empellón contrarrestan la mudez del paisaje, que arrecia en el invierno. Para llegar allí hay que ir perdiendo cosas. La ciudad más cercana queda a dos horas de ruta. Alrededor solo hay pinos y algunos cultivos de maíz que en verano descuellan frondosos en los campos y en invierno son solo chamizos sobre tierra resquebrajada. A medida que uno se acerca a la escuela desaparecen las vallas publicitarias y las zonas comerciales del borde de la carretera. Disminuye también el número de carros y aumentan los árboles a ambos lados de la ruta.
El silencio cesa cada año a finales de octubre, cuando Pine Hill se enfrenta en competencias deportivas con Grafton, su escuela rival desde hace casi un siglo. Uno de los primeros compromisos extracurriculares que me asignaron fue supervisar con otros dos profesores la ceremonia que da inicio al evento. Varios colegas me habían advertido de lo inusual del festejo, pero nada me pudo haber preparado para esa noche. Llegué temprano a los campos detrás de las canchas de fútbol, donde se reúnen los estudiantes la víspera de las competencias, y me paré en la oscuridad a esperar la llegada de los muchachos. En medio del campo había una enorme pila de madera para una fogata. De pronto oí un estruendo grave. La tierra vibró. Centenas de estudiantes corrían hacia mí con las caras pintadas de azul. Cargaban palos, antorchas, banderas del colegio y pancartas. Avanzaban en avalancha, gritando.
Me hice a un lado sabiendo que era imposible huir del tumulto que pronto me rodeó. Identifiqué entre la multitud a mis dos colegas que se perdían en medio de los chicos sin poder controlarlos. Un grupo de alumnos de último grado encendió la fogata con las antorchas. La luz naranja iluminó sus rostros salvajes. Los estudiantes hicieron un círculo alrededor del fuego y avivaron las llamas lanzando más troncos al centro de la hoguera. Liderados por los capitanes de los equipos deportivos entonaron porras contra Grafton mientras golpeaban la tierra con los pies. En la multitud vi a algunos de mis alumnos, pero me costó reconocer sus gestos exaltados. Lucy levantaba el puño y gritaba. Me saludó con una sonrisa burlona y se echó a reír. Después salió corriendo tomada de gancho con una amiga.
La belleza de las adolescentes era envolvente. Caminaban con sus esqueletos de gacela y sabían domar la sonrisa, mover el pelo, responder correctamente en clase y saludar con sus voces ambarinas. Aún en la locura de esa noche no perdían el garbo. Eran implacables. Con su altivez desbravaban el caos. Los muchachos eran otra cosa. Los traicionaba la voz que todavía se encaramaba en los agudos y sus cuerpos que se estiraban y se endurecían sin gracia. Era inverosímil el modo en que crecían sin poder deshacerse de sus rostros infantiles. Cuánto debía molestarles ver en el espejo las mejillas rosadas, los pechos lampiños, los ojos de cachorro.
Me tomó un rato reconocer a Eliot en medio del tumulto. Su cara pintada de azul se camuflaba en la noche. Su cuerpo se repetía en el de otros chicos embravecidos. Algo explotaba en ellos y se agitaba con cada grito que daban. Se amarraban en un abrazo que era una armadura. Saltaban, tiraban a la fogata pancartas y palos. Eran prehistóricos. Rugían. La energía que traían de la infancia era un incendio. Había que temerles.
*
A último minuto el comité de eventos del colegio canceló la celebración en la asamblea semanal para festejar el nombramiento de la primera mujer presidente de los Estados Unidos. Habría un discurso del rector y de una senadora exalumna de Pine Hill. Hablarían también una estudiante de último grado y una profesora de inglés, para elogiar el papel de las mujeres en la historia del colegio. Pero no hubo discursos, ni celebración, ni presidente mujer. En cambio llenaron la hora de la asamblea con una presentación improvisada del coro, que entonó el mismo repertorio de himnos religiosos de la ceremonia de inicio del año escolar. Minutos antes de terminar la asamblea subió el rector al escenario. Este era el mejor país del mundo, dijo. Libre y democrático. No pude contener un resoplido. Desde la platea algunos estudiantes escuchaban las palabras del rector escurridos en los asientos. Miraban de reojo la pantalla del celular, se miraban entre ellos. Otros parecían despertar de un largo periodo de hibernación. Se veían envalentonados y desacostumbrados a los otros. Estaban erguidos, a punto de pararse. Ahora más que nunca había que respetar las ideas y opiniones de los demás, continuó el rector, percibiendo la indolencia del auditorio. Algunos estudiantes sonrieron con sarcasmo. El rector dio por terminada la asamblea y se escabulló por detrás de las cortinas del escenario.
Debí haber cancelado clase ese día y no asistir tampoco a la asamblea. Me levanté esa mañana con una opresión en el esternón de la que no me pude librar en todo el día. Trataba de inhalar el aire frío de esa mañana de noviembre, pero una pesadumbre me constreñía las costillas. Fui a trabajar porque no fui capaz de teclear el mensaje informándoles a mis estudiantes que no habría clase. Aun así debí haber vencido la mudez. Al entrar al salón y ver a Eliot con su saco de los jóvenes republicanos y su gorra de Trump, sentí otra vez un latigazo en el pecho y pensé que había sido un error no quedarme bajo las cobijas. Por primera vez Eliot se sentó adelante, pronunció en su peor español un “buenos días” y me regaló su mejor sonrisa. Hundí la cabeza en el libro de texto mientras los estudiantes se acomodaban en sus puestos. Un agua helada me corría bajo el ombligo. Cuando sonó el timbre cerré la puerta del salón.
−Párense, chicos− les dije. Nadie se movió. −Párense, por favor− repetí, llevando las dos manos hacia arriba. Se pararon.
−Cierra la ventana por favor, Tommy.
−¿Perdón?− dijo, sin entender nada.
−Cierra la ventana− contesté, señalándosela.
−¡Ah! – dijo. Se dirigió a la ventana, dudoso, y la cerró.
−Ahora siéntense− dije, llevando las manos hacia abajo. Los estudiantes se rieron confundidos. Me senté. −Siéntense chicos− dije, sin mirarlos. Se sentaron.
−Quítate la gorra, Eliot.
Hubo un murmullo en el salón. Eliot sonrió.
−La gorra no hace parte del uniforme. Quítatela, por favor.
Se la quitó y se arregló el pelo con la mano. Antes de poner la gorra sobre el pupitre la hizo girar en la mano.
−Abre el libro, Susy. Página sesenta y dos.
Susy abrió el libro. − Lee, por favor.
−El modo imperativo se usa para dar órdenes, instrucciones y consejos −leyó.
−Párense, cierra la ventana, abre el libro, quítate la gorra. Ese es el modo imperativo que vamos a empezar a estudiar hoy− dije. Los chicos asintieron. Abrieron sus cuadernos, bajaron la cabeza y empezaron a tomar notas.
− ¿Te gusta el result de las elections? − me dijo Eliot cuando se preparaba para irse al terminar la clase y se había vuelto a poner la gorra. Algunos estudiantes que todavía estaban ahí me miraron y se demoraron en preparar la maleta y salir del salón, para oír mi respuesta. El iceberg que tenía en el estómago se derretía ahora.
−Tú debes estar feliz− le respondí, señalando la gorra.
− Mucho feliz − dijo. ¿Usted no es feliz, profe?
− No está feliz. Emociones es con el verbo estar, Eliot. Las emociones cambian, como las condiciones. El café −dije, señalando la taza que tenía sobre el escritorio− estaba caliente hace un momento, el café está frío ahora. Ayer yo estaba feliz, hoy no estoy feliz.
−Yo sí soy feliz ahora, profe − dijo, antes de salir del salón.
Dos semanas después me reuní con él para discutir sus notas del trimestre de otoño. En mi clase había sacado un setenta y cinco, que para los estándares de Pine Hill era un mal puntaje. Estuvo con su gorra puesta durante la reunión, que terminó siendo un monólogo mío porque él apenas habló. ¿Cómo va todo, Eliot? Bien. ¿Cómo te sentiste este primer trimestre? Bien. ¿Qué tal la carga académica? Normal. ¿Te ha ido bien en el dormitorio? Sí. Te falta bastante trabajo en mi clase, Eliot. No estás haciendo todas las tareas. Asintió, mirando la ventana de mi oficina. Entre más se cerraba, más fácil me resultaba leerlo. A su indolencia le faltaba ingenio y sutileza. Me entretenía verlo exhibir su indiferencia con tal descaro.
La gorra roja que llevaba como un trofeo y un puñetazo era lo único que destellaba en él. El resto de su vestimenta era atemporal: el blazer azul, el pantalón gris y la corbata con pequeños pinos blancos que los muchachos de Pine Hill vestían desde la fundación del colegio. Al mirar las fotos que colgaban de las paredes del edificio principal me preguntaba si ese estudiante de 1910 que caminaba por el prado no era Howard, de mi clase de Español I, o si el equipo de lacrosse de 1985 no era idéntico al que acababa de ganar el campeonato de Nueva Inglaterra. Tenían puesto el mismo uniforme cuando el hombre pisó la luna, cuando el hongo atómico cubrió el cielo de Hiroshima y cuando Trump ganó la presidencia. Tampoco mudaba la sonrisa de soslayo con la que algunos miraban a la cámara, ni la impavidez en el rostro de otros. Con el ceño fruncido y la boca apretada se tragaban el mundo.
*
Debí pedir cinco minutos más en el comité de disciplina para explicar cómo se fue acomodando en mí la necesidad de resarcimiento y cómo, entonces, el sacudón era solo cuestión de tiempo. Regresé de las vacaciones de diciembre con una irritación que sorpresivamente resultó ser un motor en marcha. Estaba alerta, con una fortaleza en los músculos de las piernas que noté cuando volví a trotar diariamente al caer la tarde. Corría por los campos baldíos que en algunos meses estarían cubiertos de maizales. El frío era una lanza afilada. Al poner los pies en el sendero arenoso se levantaba una polvareda que el ventarrón glacial se llevaba al momento. Avanzaba con los pómulos encendidos y los ojos entrecerrados por la potencia del viento. No sentía la boca ni la nariz, pero tenía una noción renovada de mi cuerpo ocupando ese pedazo de tierra árida.
Venía de pasar dos semanas achicharrándome bajo el sol de Santa Marta. Inhalé con premura la brisa marina, el olor a bronceador de coco, a caño rebosado, a gasolina y a frito. Relamí las cabezas de todas las mojarras que me comí y me fui a la cama en las noches con los hombros ardidos y con arena en las pestañas y en el pelo. Antes no iba casi nunca a la playa, pero esta vez me atosigué de mar. Se burlaron todos de lo carirredonda y pálida que estaba. Cómo no, con la santa trinidad de la comida gringa: tocineta, miel de maple y queso, y con esos rayos de sol de Vermont que son mentirosos y esquivos. Cuando caía la tarde me iba a ver a los amigos y solo después de dos rones lograba aflojar la lengua para explicarles cómo era la vida en Pine Hill. Imaginen La sociedad de los poetas muertos, les dije una vez. Pacho se trepó en la silla. Oh Captain, my Captain!, voceó, con el ron en la mano. Brindamos. Soy el bufón de los reyes. Vivo en el palacio con ellos pero no seremos nunca la misma cosa. Brindamos de nuevo, esta vez por no ser la misma cosa.
Se equivocaron las directivas al pensar que las vacaciones de fin de año ayudarían a calmar un poco los ánimos y que al regreso a clases retornaría el silencio a Pine Hill. Enero llegó con un zumbido. Cómo no, si a finales de mes tendría lugar la posesión del nuevo presidente. Al volver a clases algunas alianzas de estudiantes convocaron reuniones para planear eventos contra Trump. Los estudiantes republicanos sacaron a relucir sus sacos con el símbolo del elefante azul y rojo, y convocaron por su parte a otros mítines. El muro en el frontera con México era un murmullo que circulaba en la acústica hueca del comedor.
*
En clase empezamos a estudiar el subjuntivo. No se trata de un tiempo verbal sino de un modo gramatical que describe el grado de realidad del enunciado, leyó Liam en voz alta. Se usa en general para expresar lo que no es pero que puede ser, que debería ser, que pudo haber sido, dije yo. Más despacio, profe, me pedían, para copiar en sus cuadernos. El indicativo es el modo que declara, les dije. Miren estas frases. No dudo que ella te quiere. Declaro lo que es. Ahora escuchen esto. Dudo que ella te quiera. ¿Qué podemos decir de esta última frase? pregunté.
Terry levantó la mano. −¿Es una opinión?
−La primera también es una opinión− respondí. ¿Entonces qué cambia al decir “No dudo que ella te quiere” y “dudo que ella te quiera”?
Nadie respondió.
−¿Y qué pasa si digo “Habrá paz en el mundo” y “Que haya paz en el mundo”?− Copié las frases en el tablero.
− La primera es lo que va a pasar, la segunda es, ¿cómo se dice un hope? − dijo Ashley.
−Un deseo. Exactamente. La primera declara. Quien habla está afirmando algo. El hablante está seguro de algo. Pero si digo “que haya paz” o “dudo que ella te quiera”, entonces contemplo la posibilidad de que no sea así.
Eliot habló.
−Soy de acuerdo. Es diferente “habrá un wall” a “que haya un wall”. ¿Cómo se dice wall, profe?
Se escucharon risas y cuchicheos en el salón. Sonreí.
−Una pared o un muro, Eliot. Pero imagino que estás hablando de un muro. Y tienes razón. La primera frase declara que habrá un muro, la segunda espera que haya un muro. No es lo mismo, pero las dos son igual de lamentables.
*
Porque ya no había cómo detener el ciclón, empecé a ver con los estudiantes un documental sobre los Dreamers. La película sigue a tres chicos latinos nacidos en Estados Unidos, cuyos padres −inmigrantes indocumentados− fueron deportados a sus países de origen. Si la tormenta iba a levantar árboles, que arrasara con todo de una sola vez. Nos tomó tres clases verla. La terminamos precisamente el veinte de enero, un par de horas después de la investidura presidencial de Trump. Los dos primeros días no comentamos la película porque aprovechamos la hora de la clase para verla. Cerramos la puerta, bajamos las persianas para oscurecer el salón, prendimos el proyector y nos acomodamos en los asientos.
Las caras de los tres Dreamers proyectadas sobre el tablero blanco eran lo único luminoso en el aula. Sus voces amplificadas por los parlantes de techo se estrellaban contra las paredes. Llegué a Estados Unidos cuando tenía seis años, llegué cuando tenía doce, llegué cuando tenía dos meses. Fotos de la primera comunión, del grado de bachiller, de la familia completa posando al lado del castillo de la Cenicienta en Disney. Mis papás están ahora en México, en Colombia, en Brasil. Encuentros por Skype, llamadas por teléfono. Horas de estudio en la biblioteca de la universidad, trabajo en la cocina de un restaurante, visitas a Washington. Carteles rosados, pancartas. Dreamers are here to stay. Defend DACA. Este es mi país, dice en un perfecto inglés el muchacho mexicano. No conozco otra... Suena el timbre para el cambio de clase cuando dice cosa. No conozco otra cosa.
El día de la investidura de Trump nos faltaban los últimos quince minutos del documental. Primero hubo que ir al auditorio para ver lo inimaginable en pantalla gigante. La asistencia, habían comunicado las directivas, era obligatoria. Tuvieron que enviar el mensaje porque un grupo de estudiantes y profesores manifestamos que no queríamos estar ahí. Pero resulta que ver a Trump levantar la mano derecha y decir God bless America era un acto cívico. Entonces fuimos. El auditorio estaba lleno. Las gorras rojas refulgían en la platea como pequeños incendios. Hubo aplausos y abucheos cuando Trump apareció en las escaleras del Capitolio. Un grupo de estudiantes, entre los que se encontraba Eliot, se paró a ovacionarlo. Callaron cuando Trump dijo que ese sería recordado como el día en que el pueblo volvió a controlar la nación, pero se pararon nuevamente a aplaudir después del “compra americano, contrata americano”.
Hemos defendido las fronteras de otros países mientras nos rehusamos a defender las nuestras . ¡Trump, Trump! gritó alguien desde el palco del auditorio. Se oyó un largo shhh. Me miré las manos. Las uñas me habían quedado bien. Era la primera vez que me las había pintado desde que llegué a Estados Unidos, porque me pareció una pérdida de tiempo arreglarme así en ese encierro. En Santa Marta me las pintaba siempre. Las de las manos y los pies. Recordé el frío que bajaba de la Sierra. Cómo me gustaba sentir en marzo el ventarrón con olor a monte y a salitre. A veces abría el ventanal de la sala de mi apartamento en Santa Marta y el viento levantaba los papeles del escritorio. Tenía que poner la mano de uñas rojas sobre la pila de exámenes y ensayos por corregir para que la ventisca no se los llevara volando por las calles. Al regresar a Santa Marta, me haría las manos más seguido. Los pies también. Oí más aplausos. Volveremos a hacer América grande. Dios bendiga a América. Eliot y sus amigos corearon el nombre de su nuevo presidente mientras salían del auditorio. Me paré con el calor de Santa Marta metido en el estómago. Afuera lloviznaba. Regresé a clase con el aire tórrido acunándose bajo el ombligo.
−¡Se quitan las gorras, hacen silencio y se sientan!− les dije cuando entré a clase y vi que una parte del festejo patriota se había mudado a mi salón. Eliot se la quitó de último y la puso sobre la rodilla. Cerré las cortinas y apagué la luz. El rumor del proyector opacó el susurro de algunos estudiantes. Los tres dreamers brillaron de nuevo sobre el tablero. Iban en un carro, rumbo a Nogales, Arizona. Hacía sol afuera, el cielo estaba completamente despejado. Se bajaron del carro y caminaron por un sendero polvoriento. Se dieron un abrazo antes de seguir avanzando. Las tres cabezas se tocaron y los brazos se extendieron para formar un círculo perfecto. Al fondo estaba el muro. Pilotes de acero oxidado separaban a Nogales, Arizona de Nogales, Sonora. El hueco entre cada columna de acero era tan ancho que se alcanzaba a ver perfectamente el otro lado, como una persiana abierta. Los chicos pegaron la cabeza a la cerca y estiraron los brazos por entre los barrotes. Desde el otro Nogales las madres de los tres alargaron también los brazos. Las cabezas se rozaron. En el abrazo imposible los chicos y sus madres se susurraron cosas que no oímos.
De nuevo sentí esa opresión en las costillas. Me acomodé mejor en el asiento. Apreté los dientes e inhalé un aire sofocante que olía a perro mojado. Al exhalar dejé salir un pequeño suspiro. “Deberían matarlos para que no sufran tanto” dijo Eliot en inglés, con esa risa que se me ensartó en la garganta. Sentí las mejillas hirvientes. Con el cuerpo insolado y caudaloso me paré y mandé a la mierda las fronteras.