La avispa de mi ombligo
BIO
Andrea Reed-Leal is currently a graduate student of History at McGill University, Montreal, doing research on early medieval women intellectuals, scribes, and illuminators. She is the editor of El río que no vemos. Crónicas de Tizapán (Mexico City: ITAM, 2017), a compilation of chronicles of the history of the daily life of Tizapán. She has published her short stories in Opción, Luvina and Punto en Línea.
Escuchar las voces detrás de las paredes no tiene un origen claro. ¿Quién está hablando así? ¿Será la voz de Dios? Piensa la niña, quizás Dios había escuchado sus plegarias y venía a dejarla preñada, como a María. Escucha quieta y atenta. El sonido es musical, al ritmo de las olas del mar de Acapulco. La niña descubrió que amaba el sonido de esas olas cuando conoció el mar por primera vez en un viaje familiar. Por un mes entero salió en las tardes a enterrarse en la arena caliente a escuchar cómo, con ola tras ola, el mar se acercaba un poco más a sus pies extendidos hacia el horizonte. Solo regresaba cuando Doña Celestina, toda sudada, la jaloneaba de la trenza para regresarla a la casa a cenar. “Las niñas no salen solas”, le decía con su dedo gordo pegado en su frente.
María Amparo pega su oreja a la pared y sigue preguntándose por aquella voz del otro lado ¿de qué lado? frunce el ceño y se pega con más fuerza a la pared gris. Piensa en ir por Silvia para que escuchara con ella, pero era muy noche y “nadie puede estar fuera de los cuartos después de las ocho”, se imagina a la hermana Beatriz con sus ojos negros regañándola. El convento de la señora de Santa Lucía había sido fundado siglos antes y había sido construido para instruir las buenas formas a todas las señoritas de Puebla.
La niña se pega más a la pared para escuchar el sonido. En un momento fue muy claro y real y no fruto de su usual desosegada imaginación:
I seek the path of joy, yet the burden of emptiness fills my heart. I seek my sweet little seed of joy, where is it if not in my soul?
Su curiosidad aumenta, pues no comprende, y la curiosidad se devuelve a sí misma: la niña corre a su cama pasando por la maleta de cuero duro y dejando la huella de su pisada sudorosa en la piedra. Mete sus pies helados dentro de las sábanas y alcanza la libreta de cuero negro de su buró. Es la hora de estar ya en cama, pero no tiene sueño. Aún se escucha el crujido de la voz desde la pared; es un lejano estremecer de la tierra. Se acuesta hasta lo profundo de la cama y sólo al estar quieta bajo las sábanas nota un dolor en el estómago, y se encoge. En la libreta negra escribe: no vino mi mamá por mí otra vez. Se fueron a Acapulco sin mí. Con el corazón contraído se soba duro la panza. La palma se mueve en círculos por su estómago agitado. Con su manoseo fuerte y el dolor insoportable, la niña finalmente suelta el llanto seco, llanto mudo, llanto para ella, llanto de coraje.
Después de un momento de sollozo, salta de nuevo de la cama quitándose las lágrimas saladas y vuelve a presionar su perfil en la pared. La libreta negra abierta se cae del buró, y con ella la piedra preciosa de la memoria ilumina las entrañas del tiempo. El cuarto se llena de voces de mujer. Murmullos en palabras, voces en otras lenguas. María Amparo escucha atentamente envuelta en este ambiente de voces y no duerme entre el misterio de aquel sonido y el llanto con dolor que recomienza. Mi mamita, en balbuceos, le dice a la pared.
Esa noche se retuerce durante horas, y se queda de pronto dormida entre suspiros de berrinche y bocanadas de un cuerpo sin aire. En los breves momentos de sueños, se le atraviesan sus muertos, tata Miguel, Lorenzo, su gato, y una figura de mujer.
Cuando despierta, con la campana de las seis de la mañana, siente el frío garrafal que contagian los muros y recuerda el sonido. Pega la oreja de nuevo a la pared glacial, busca por arriba de puntitas, por abajo doblando las rodillas. Nada. Ya no hay voces o murmullos. Siente, en cambio, un zumbido en su estómago. Dolor tenue. María Amparo, entonces, se apura a ponerse sus calcetines blancos, su uniforme verde y sus zapatos negros. El estómago le duele. Se toma el cabello largo frente al espejo y elabora una trenza, como la que le enseñó a hacer la hermana Elena. Sus ojos aún muestran la hinchazón de tanto berrinche, con manchones rojos hasta en sus pómulos gruesos. No sabe qué le duele.
Vuelve a sonar la campana y la niña sale corriendo con su bolsita azul, que le regaló su abuela Teresa de Fábricas de Francia.
+
María Amparo se sienta frente a Silvia en la mesa larga de madera del comedor. Mira la avena casi negra de tanta canela que se lleva la otra niña a la boca en grandes cucharadas.
—¿Escuchas ese ruidito? —pregunta María Amparo a su amiga.
—¿Cuál? —responde Silvia, haciendo una pausa en el viaje de la cuchara a su boca para luego-luego retomar el camino. — ¿El de la olla?
María Amparo se quedó escuchando un momento el silbido de la olla hirviendo en la cocina. El olor a tamal de mole le llega hasta su estómago y pronto olvida aquel dolor aflorado por la voz que la comienza a inquietar de nuevo.
Después de unos sabrosos tamales y un café con leche, las dos niñas y la hermana Elena salen de la escuela. Caminan unas calles hasta la plaza central. El día alumbra la piedra amarillenta del piso y las paredes. Es una mañana de domingo y la gente se abulta alrededor del mercado y en los cafés de aquellas casas que abren sólo sus puertas los domingos. La cocinera Carmelita tiene su puesto de tortas de lomo y garnachas, e Inés, la que regaña a todas por tener que tallar calcetines grises, está con su tía vendiendo nieves de limón y naranja. María Amparo las ve a lo lejos y las saluda con la mano, quizás más tarde pasarían por una nieve y a platicar con Inés.
—Hermana Elena, me duele la panza —le dice María Amparo sintiendo de pronto una punzada muy fuerte. Ese dolor es céntrico y profundo. El sonido regresa de nuevo a los oídos de la niña, que, en un impulso por llamar la atención de la hermana, le toma de súbito la mano.
Las tres caminan hacia el mercado para comprar algunos encargos: chocolate, almendras y quesillo. La calle empedrada por la que pasan está llena de desperdicios, típico de los domingos: cáscaras de aguacate y mango, tortillas medio mordidas por los perros, maíz regado y una que otra bolsa rota. La hermana no presta atención al jaloneo de la niña, salir de la escuela la pone alerta y muy nerviosa, sobre todo, por tener que cuidar a dos niñas blancas y un tanto rubias en el pueblo. La hermana Elena piensa en la ruta más fácil y rápida para acabar con los mandados, comprarles a las niñas una nieve y regresar rápido a comer a la escuela, pues la gente las miraba y la hermana Elena lo nota. Sabe que algunos muchachos del pueblo las siguen en sus recorridos. Aunque nunca lo supo de cierto y por eso nunca quiso insinuarle nada a la madre Eulalia, ¡capaz que no las dejaba salir más! Ese día, sólo uno las tenía en la mira: un niño flacucho con chanclas, probablemente el hijo de Rosa Martínez. Las miraba con sus ojos negros muy grandes y parado en la esquina de la plaza con su bolsa de dulces de leche a la venta. La Hermana Elena toma a las niñas de los hombros y las guía a un paso más veloz por entre la gente, lejos del muchacho. Al cruzar la calle nota también a una mujer, rubia y de ojos azules. Las miraba intrépida y directamente. Una gringa, piensa la hermana. Le pasa los ojos por encima, ella sostiene los suyos en ella, y luego sigue empujando a las niñas por entre la gente.
En su huida, la hermana se distrae con la altura de las niñas, que comienzan ya a alcanzarle las costillas. Desde hace tantos meses que están en su cuidado y un lazo de cariño se había construido entre ellas. Recuerda a María Amparo en su primer día. Tenía sus ojos tan rojos y los párpados tan inflamados que no pudo quitarle la mirada de encima. María Amparo, como de unos siete años, apretaba la mano de su madre, doña Guadalupe de Montoya, y echaba soplos fuertes de aire, como para aguantarse el lloriqueo. Sus ojos nunca fueron tan verdes como en ese día. Recordó también un gesto de la madre que no ha olvidado: de pronto, después de un “venimos por ti el fin de semana, ya no llores”, arrancó su mano de la de María Amparo y salió decidida por la puerta principal, se subió a su carro y partió. Esa escena la recordaría cada domingo, pues nunca sabían si el chofer llegaría a recoger a la niña.
La gente se mueve rápido de puesto a puesto. Compran quesos de Oaxaca, panela y manchego, aguacates y jitomates frescos. Otros se comen ahí mismo el desayuno: quesadillas con flor de calabaza y un trozo de lomo de cerdo asado. El humo de las planchas de las patronas llena el aire alrededor de los puestos y cuando uno cruza por allí, salía perfumado a cebollín y a carne chamuscada. A María Amparo le encantaba el mercado, eso sí. Cuando les contaba a sus hermanas sobre sus salidas, se carcajeaban asombradas. “Es lo más común para una mujer ir los domingos al mercado del pueblo”, les decía con dignidad. Ellas nunca habían estado en un claustro y se entusiasmaban con sus anécdotas. Aunque en realidad, eran las criadas del convento las que traían los alimentos y era la hermana Elena quien las paseaba los domingos por el pueblo bien agarradas de las manos a comprar alguna quesadilla o un chocolate bien caliente antes de regresar a paso veloz a la escuela.
—Me duele la panza—repite la niña, mientras caminan por los puestos de verduras.
—Ahoritita ya nos vamos de regreso —contesta la hermana sin prestar atención.
Me duele, me duele, me duele, repite María Amparo. Con esta exclamación, el dolor se hizo insoportable, su cuerpo comienza a flexionarse. Al lado, una oleada de gente provoca un barullo. Todos se mueven para todos lados. Fuego. Una plancha se incendia. Me duele la panza, me duele, me duele. María Amparo se mueve también buscando asiento. Sola, se aleja del barullo y se sienta en el jardín de la iglesia, se acuesta sobre sus rodillas. La niña repasa todo lo que había comido: no había tomado té de menta ni mole de olla, ni sopes de carne cruda. ¿Qué había comido?, se pregunta. El zumbido en sus oídos es, de pronto, más fuerte, lo escucha por doquier. Se le nubla la mirada. Se mira la barriga, su ombligo está rojo. Muy rojo. Algo, ahí, zumba.
Llegan las nauseas. Se mira el ombligo y escucha de ahí la voz. Alza la vista y una mujer de ojos azules intensos la miran a unos centímetros de sus propios ojos y dice: My sweet darling, my dear baby, my little girl Le pellizca la trenza con desenfreno, le acaricia las mejillas con sus dedos largos y fríos. Con cierta dulzura, la pega a su cuerpo en una mezcla de angustia y amor.
My sweet darling, my precious little girl, don´t leave me again, repite una y otra vez. Don´t leave.
Mariquita deslumbrada se comienza a retorcer mientras la señora acaricia su cabello:
My heart is eroded earth
Life was stolen
And the force of time fled
De pronto, la niña siente un arrebato de mano y un jalón que la lleva hacia algún lado. El muchacho de sandalias la jalonea entre el barullo.
—Te están buscando, niña.
+
El dolor es intensísimo. —Es el ombligo, dice María Amparo. — Madre Eulalia, es mi ombligo. Vomita con calentura. —Hermana Elena, quiero a mi mamá. Berreaba la niña. —¡her eyes, her eyes!, grita entre la convulsión de su cuerpo.
—Ha dicho eso desde que llegó, Doctor, la trajo un niño del pueblo, imagínese. Que se quede entre nosotros, Doctor, una niña de esta escuela con el niño del pueblo y justo después ¡santo catarro que le agarró! ¿Qué se dirá? Está muy malita, ¿verdad?
—Me apapachó, repite la niña. —Me duele la panza, me duele.
Mariquita llora descontroladamente a llanto suelto. Balbucea.
—Es mi ombligo. Mariquita se rasca, se soba, se aprieta el ombligo.
—En el ombligo no hay nada, no sirve para nada y no causa nada. —dijo el Médico examinando a la niña. — Podríamos no tener ombligo y nadie se entera, no pasa nada. Lo que tienes es que ese niño te pegó algo.
Pasaron las horas y a María Amparo la calmaron con un licor especial. En el pasillo, fuera de la habitación en la que la niña medio dormida y medio despierta reposaba en la cama, se escucha entre murmullos al doctor insistiendo en que había que llevarla a la Ciudad.
—Está muy grave —dice.
+
La hermana Elena entró a la habitación para encontrar una avispa grande y negra merodeando por ahí. Mariquita duerme ya en otro mundo.
—Mi preciosa niña, niña consentida— le dice la hermana con voz entrecortada al oído— llegó una carta de tu mamá hace unos días, no te la enseñé, mi niña, tu mamá es dura contigo— llora a sorbos mientras lee:
María Amparo, ten presente la íntima relación que existe entre la parte física y la moral. Hay una estrecha relación entre el alma y el cuerpo, hay que tener al cuerpo en sumisión para tener el alma limpia. Debes alejarte de las tentaciones, a veces nos vemos arrastrados por sensaciones y actos reprobables. Las consagradas enseñan esta verdad. Este primero y segundo día del mes de febrero es mejor que permanezcas con la hermana Elena para que practiques estas enseñanzas y estés lista para tu primera comunión, que ya será el próximo año.
Por otra parte, tus hermanas y yo nos vamos a Acapulco, nos invitó Eugenia Olivera.
Un saludo muy cordial,
Guadalupe de Moncayo
—¿Sabes?, continúa, no entiendo por qué firma siempre tan distante y formal, como si no fuera tu madre.
A María Amparo la limpiaron y le pusieron su vestido blanco más lindo. Le pusieron una trenza larga y gruesa, y una corona de flores que Inés le tejió. La piel aún hinchada y cálida era inerte, su cuerpo en un silencio absoluto. Para ponerle una cruz dorada con el cuerpo de Jesús recorrieron su estómago, sin notar que María Amparo lo tenía liso.