Maria Luisa Santos

Ondas

BIO

Maria Luisa Santos is a Costa Rican filmmaker, and writer. She writes stories of immigration, personal loss, and family. Luisa is interested in the connections between one's internal life and the natural world and expresses subjective, unknowable experiences through description of landscape. Her latest short documentary "Café de Temporada" won at IndieGrits19' and her short fictional film “TER” premiered at SXSW20’ and was broadcast by PBS. Her work has been shown in The New Yorker, SXSW, PBS, New Orleans FF, Femme Frontera, Philadelphia Latino FF, among others. She is working on a collection of stories that explores five generations of women in her family. 


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Esta historia se podría resumir diciendo que el espacio en este planeta es finito, y que todo se puede ver como un microcosmos de algo más. Es por esto que un apartamento se puede ver como un pequeño planeta Tierra y es por esto también que el espacio en un apartamento se puede acabar. Es una manera muy simple de verlo pero es una de las muchas maneras en las que se podría explicar lo que pasó.

“Creo que el apartamento se va a ver mejor con algunas plantas”, me dijiste hace unos meses, tal vez hace un año, interrumpiendo mis pensamientos que en ese momento eran muy diferentes a los tuyos. Acababa de leer que las ballenas y otros animales marinos estaban muriendo en el océano por la contaminación acústica. El ruido que ocasionan los barcos, las explosiones marinas buscando petróleo, las sondas militares y la pesca intensiva confundían a los animales quienes por millones de años se habían comunicado a través de sonidos. La luz no llega a muchas partes del océano y muchos de estos animales utilizan el sonido casi como método exclusivo para comunicarse, reproducirse y movilizarse. Muchos cetáceos persiguen estos sonidos y terminan encallados en la arena. Me imaginaba estas ondas sonoras moviéndose en el océano como serpientes, chocando las unas con las otras, enredándose hasta que una asfixia a la otra y progresivamente todas mueren. “Ya no hay más espacio en el mar.” Eso es lo que estaba pensando cuando sugeriste que compraramos más plantas.

Yo simplemente asentí con la cabeza porque hay días en los que siento que me escurrí todas las palabras de la boca y tengo que ser muy efectiva con las que uso para no gastarlas en estupideces. Me volviste a ver con tus ojos azules que me recuerdan a las paredes del consultorio de un dentista y tuve que decir “sí… seguro”, mientras que tu presencia se estrellaba contra mi pecho como un orgasmo que medio empieza pero no termina. En retrospectiva, pude haberme ahorrado esas sílabas inservibles que podía comunicar simplemente asintiendo con mi cabeza, pero tu presencia me obligaba a hacer muchas cosas, como hablar cuando no hacía falta. Además en ese momento me sentía hipersensible a crear ruido innecesario, si estuviéramos en el mar quizá un pequeño pez hubiera muerto sacrificado por mi “si...seguro.”

El apartamento era muy lindo, ubicado en Roma Sur. Tenía una cocina con losas verde, amarillas. Siempre quise una cocina amarilla y esto se le asemejaba. No te conté que siempre me había ilusionado tener una cocina amarilla, en parte porque iba a sonar como una mentira. Muchas cosas parecían así con vos; tal vez porque en ese momento todo se sentía demasiado perfecto, demasiado idílico para ser verdad. Se hubiera sentido como decirte “mi color favorito es el azul de tus ojos”, que era cierto aunque igual de cierto era que el azul de tus ojos era casi idéntico a las paredes del consultorio de mi dentista. Suena muy diferente decir “mi color favorito es el azul de las paredes del consultorio de mi dentista” pero es básicamente la misma idea. Hablamos de donde pondríamos las plantas, del tipo de plantas que íbamos a comprar, discutimos incluso pintar nosotros mismos las macetas. Se sentía como construir una ciudad juntos... sin ningún planeamiento urbano. Majestuoso hasta que las calles son demasiado pequeñas para la cantidad de autos y las cuadras todas tienen diferentes dimensiones.

Al día siguiente nos levantamos y caminamos al mercado. Era un camino largo pero se sentía importante. Nos dimos la mano, me gustaba hacer eso con vos, con otras personas se había sentido artificial como algo que hay que hacer pero que todos secretamente odiamos. Dándote la mano pensé por primera vez que talvez hay mucha gente que disfruta tener los dedos sudados de su pareja apretados entre los suyos. Es tal vez un pequeño recordatorio de todas las otras cosas que han entrelazado en sus vidas; en nuestro caso el apartamento con cocina de losas verde, amarillas y los calcetines tuyos que empecé a usar por que siempre pierdo el par de los míos.

Llegamos al mercado. Era absolutamente verde; el lugar más verde que había visto que no fuera un bosque. El verde te envolvía como una abuela que se niega a dejar de abrazarte; asfixiante pero con buenas intenciones. La gente se movía como insectos, casi podíamos escuchar un zumbido colectivo. Un viejo muy bajo con pantalones altos y un chaleco de lana cuidaba su puesto de suculentas. Se veía como una abeja con sus anteojos de culo de botella. Recuerdo haberle sonreído, no se si él me devolvió la sonrisa.

Caminabas en frente mio y de la nada ya teníamos seis plantas. Yo no tenía idea de dónde habían salido. Vos en un estado de frenesí, tan feliz que pudiste haber explotado ahí mismo. En ese momento me emocionó la idea de una explosión tuya. Me imaginaba tus entrañas hechas de los árboles más especiales en el mundo, hojas verdes de todas las formas y tamaños, tiras de de cortezas milenarias. Ahora sé que simplemente estaba muy enamorada porque estoy segura que tus entrañas son sangrientos órganos que salpicarían este mundo verde con un rojo asqueroso. Me gusta imaginarme al viejo con los anteojos de culo de botella viendo todo pasar como si estuviera viendo a través de un microscopio. Cada detalle de tus pulmones en el aire… o los diferentes patrones en las cortezas. Todo depende del momento en el que se narre la historia. Por tus venas no corre ni un poco de clorofila sino tal vez la historia sería diferente.

El mercado era como un ser vivo: todos los pequeños pasadizos y corredores eran como las venas de esta criatura. Las plantas – los glóbulos rojos transportando oxígeno. Todos los vendedores cuidando sus plantas – los glóbulos blancos. Me viste y agarraste mi mano. Yo la apreté, sintiendo cada fibra microscópica de tus dedos enredando mi palma que se sentía miniatura en la tuya. Toqué tus uñas que en aquel entonces se sentían como madera recién cortada, o más como madera recién nacida.

"¿Podés escribir eso?" El azul de tus ojos se desbordaba como el océano en veinte años. Yo no tenía idea de que estabas hablando, el circuito eléctrico en mi cerebro tzzzz, chkkkk, tzzz tratando de maquinar. "¿Podés? Mi teléfono se murió." Repetiste sin escuchar todo el sonido que hacía mi cerebro tratando de entender lo que me pedías.  La señora cuidando el puesto en el que estábamos llevaba un delantal colores pastel estampado de flores, sus manos sucias, cada uno de sus dedos un pequeño tronco de pino. Creo que ella sí pudo escuchar o tal vez oler mi cerebro quemándose porque me dijo "Guerita, apunta. Debes regar la lengua de serpiente una vez por semana y la savila una vez cada dos semanas". Saqué mi teléfono y escribí las instrucciones para evitar muertes prematuras en nuestro apartamento con cocina de losas verde, amarillas. Cuando abrí las notas en mi teléfono me dí cuenta de que ya había comenzado una lista, ya habían instrucciones para siete plantas diferentes. Me pregunté cuándo y cómo aprendí los nombres de estas plantas, me pregunté cuál sería la primera en morir. Ese día me sentía muy confundida, no podía escuchar mucho de lo que pasaba, no podía movilizarme de la misma manera. Vos me conducías por este mundo porque yo no lo podía hacer sola; sentía tu mano y sentía las plantas y ocasionalmente, cuando era imperativo que reaccionará, podía regresar al mercado y apuntar instrucciones de riego. Fue hasta meses después que empecé a entender lo que esa tarde de febrero empezó a burbujear dentro de mi.

Ese día regresamos a casa con diecinueve plantas. Estaba contenta, me emocionaba compartir el espacio con otros seres vivos. Había estado tratando de adoptar un perro juntos desde hacía más de un año pero a vos nunca te pareció una buena idea. Nunca explicabas por qué pero con el tiempo se me hizo obvio, los perros viven mucho más de lo que vos jamás pensaste vivir conmigo. Sin embargo muchas plantas viven más que los perros. En el artículo que leí acerca de la contaminación sonora mencionan a las ballenas y a “varios otros animales marinos” sin ningún tipo de especificación, pienso que el autor cayó en la banal, pero muy común idea, de que el tamaño define la importancia. Tal vez algo similar pasó con vos, las plantas y los perros.

A pesar de mi emoción con nuestras diecinueve plantas nuevas vos necesitabas que yo hablara más, que dijera algo, pero este era uno de estos días en los que se me acaban las palabras. Además antes de ir al mercado ya habíamos discutido toda la logística de las plantas: cuáles compraríamos, donde las colocaríamos, como se verían las macetas. Yo intentaba hablar, podía sentir tu incomodidad, tu decepción con mi silencio.

No sé si lo hiciste como una pequeña venganza pero ante mi ausencia de palabras me decidiste contar del perro que adoptaste con tu ex novia hace muchos años. El día que recogieron al perro manejaron a un río en el que nadaron los tres. Años después ella te dejó y años después de que te dejara el perro apareció un día en tu puerta. Había olfateado tu olor y te había encontrado. En mi mente este perro había pasado años tratando de encontrar tu olor en el aire, pero así como el ruido de las exploraciones petroleras se entrelaza con el canto de las ballenas, tu olor por mucho tiempo se había estado mezclando con el olor de alcantarillas o papas fritas de McDonalds— confundiendo a este perro, escondiendote de él. Hasta que un día, como por arte de magia, los olores se despejaron y tu olor pudo viajar hasta la nariz mojada del perro sabueso quien se aferró al aroma como si su vida dependiera en encontrarte... y te encontró.

Esta fue la historia que me decidiste contar ese día. Tragándome las dagas de inseguridad que me acuchillaban el estómago te pedí que me enseñaras una foto del perro, esto es todo lo que recuerdo de esa conversación. Creo que sí me enseñaste una foto pero puede ser que me hayás dicho algo como “en un rato, tengo que responder un correo”, y que después lo olvidaras. También es muy posible que yo haya construido la imagen de este perro sabueso de tamaño mediano y un pelaje atigrado puramente con mi imaginación.

Cuando compramos las plantas ya llevábamos varios meses viviendo juntos. No llevábamos tanto tiempo saliendo pero la química, en ese momento, era intoxicante. Pensamos que como de todas maneras dormíamos juntos todos los días lo más lógico era dejar de pagar dos rentas y encontrar un lugar para los dos. Te dije cosas de telenovela, como “nunca me había sentido así…” o “no creía en las almas gemelas pero…” Vos simplemente me devolvías una sonrisa dulce y gentil, que yo, la experta en la sobrevaloración de las palabras, no cuestionaba.

Siempre te gustaron las plantas, creciste en una cabina en medio del bosque. Sentías cierta autoridad cuando se trataba de animales o árboles o hierbas. Tal vez por eso no te conté de las ballenas cuando leí el artículo aunque las imágenes se extendieron en mi cabeza como un desierto interminable por meses. Si te hubiera contado me hubieras dicho que ya lo sabías y lo más probable es que lo supieras. Si no lo hubieras sabido igual me hubieras dicho que ya lo sabías y quizá más tarde lo hubieras buscado en internet para que tu mentira retroactivamente desapareciera. Por esta autoridad que tenías sobre el mundo natural te convertiste en el guardián oficial de plantas sin que siquiera lo conversáramos. Te mandé los apuntes que había hecho en el mercado sobre las instrucciones de riego y por las siguientes semanas te vi cuidar las plantas con una diligencia casi arrogante. Tengo que admitir que en algunos momentos fantasie con que algo le pasara a las plantas, que se enfermaran, que se pusieran amarillas. Al principio para ver un pequeño quiebre en tu ego, pero más adelante porque a veces todo se volvía demasiado para mi.

No te quise explicar en aquel entonces lo que escuchaba, tampoco quería escucharte hablar; no había espacio para eso. Me disculpo por mi silencio paulatino que se asentó en mi durante esos meses como se asienta la sangre en un hematoma después de un golpe.  El día en el que te fuiste ni te pude pedir perdón no había espacio.

No te sabría decir donde aprendí que son los Compuestos Orgánicos Volátiles, conocidos popularmente como COVs, pero creo que lo he sabido por mucho tiempo. Se me hace que lo aprendí en el tercer grado, mientras martirizabamos a las plantas poniendole colorante al agua con la que las regabamos para ver si sus hojas cambiaban de color. Me imagino que ya sabés que son los COVs, pero en caso de que no lo sepás te lo voy a explicar aquí, para ahorrarte esa búsqueda en internet. Los COVs son sustancias químicas producidas y emitidas por las plantas y otros organismos en forma de gas. Sabemos que las plantas utilizan estos para comunicarse entre ellas, para atraer a polinizadores e incluso para defenderse ante adversidades. Se han hecho muchos experimentos que comprueban que las plantas emiten estos gases para decirle a sus vecinos “¡alerta, viene un virus!” o para decirle a una abeja “llevate mi semilla, por favor”, y en los casos más violentos los COVs funcionan como una daga para cualquier otro organismo que intente hacerle daño a la planta. Lo que sucedió supongo que se puede empezar a explicar a partir de lo poco que sabemos acerca de estos gases;  yo personalmente los definiría más como palabras gasificadas pero la semántica se me hace cada vez más trivial.

A vos siempre te gustaron las plantas más que a mi. Me gustaban como me gusta el té de manzanilla o los artículos en los periódicos de domingo, un aprecio un tanto complaciente y simple. Lo tuyo con las plantas era amor. Con el tiempo, lo mío con las plantas se convirtió en una obsesión, en un amor obsesivo. No te puedo explicar bien el proceso pues sucedió de una manera sutil, tan gradual que fue casi imperceptible hasta que de repente la situación me atropelló – como nuestro sexo nos atropella a las mujeres el día que nos sentamos a orinar y lo que sale es sangre.

Digo palabras gasificadas porque es la manera más simple de explicarlo aunque no son como palabras del todo. Es como si el lenguaje se viera impulsado no por sonidos sino por acciones; más como la vibración del sonido que el sonido como tal; tan íntimo que al principio se sintió como propio pero con el tiempo entendí que era algo ajeno a mí. Se volvió muy difícil entender dónde empezaba y dónde terminaba yo después de que entendí que diariamente, en nuestro intercambio de oxígeno, dióxido de carbono y agua, las plantas inhalaban y expiraban mi existencia y yo la de ellas.

Me dijiste, al principio, cuando te estabas enamorando cada día más en vez de cada día menos, que yo era como una antena. Pensabas que podía percibir cosas que los demás ni se percataban de, que las ondas invisibles para los otros eran muy tangibles para mi. Me dijiste, con la gentileza tan natural con la que me hablabas en aquel entonces, que sabías que esto podía convertirse en demasiado peso para una sola persona y que me ibas a ayudar a cargar con todo lo que que absorbía a diario. En ese momento fingí, con unos ojos llorosos falsos, que me habías conmovido muchísimo, que era increíble que alguien finalmente pudiera entender mi extraordinaria sensibilidad. Yo no estaba muy segura de dónde te habías sacado esta idea pero la descripción me hacía sentir como una mujer interesante y mística, me hacía sentir como el tipo de mujer de la que te enamorarías entonces jugué el papel. Evidentemente tenías razón, pero no me ayudaste, y todo parece indicar que ni siquiera te creías tus propias palabras. Tal vez soy como una antena rota, agarrando las señales incorrectas, enseñando imágenes equivocadas en el televisor.

De cierta manera, me convertí en las ballenas que han plagado mis pensamientos desde que leí aquel artículo. Una criatura confundida y perdida en medio de un mar de comunicaciones ajenas a las mías, sin poder dejar de escuchar el ruido extraño que lentamente destruía mi capacidad para entender mi propio lenguaje. Un fenómeno que me dejó en el medio de mi mundo, y el mundo del otro, sin realmente pertenecer a ninguno, pero quizá perteneciendo a algo nuevo que en muchos momentos se sintió más familiar que tus caricias o las de cualquiera de mis otras parejas.

Perdón por haberte dejado de hablar. “Impresionante, ni siquiera adios” seguro dijiste algo así mientras sacabas las últimas cajas. Pero lo que quiero que entendás es que no había espacio, las plantas se apoderaron de todo de una manera irremediablemente imposible de describir. Toda esta carta para no poder explicarte bien nada. Tal vez la manera más real de describirlo es que saturaron el espacio de significado, y yo, como las ballenas, no pude comunicarme más con mi especie. A vos te dejé de escuchar y las palabras, finalmente, se me drenaron completamente del sistema. 

Aunque te llevaste las plantas y poco a poco sudo la clorofila que se había asentado en mi sistema, las ballenas siguen conmigo. Hace poco recordé que cuando era niña escuchaba sus cantos para dormir en un disco que mi mamá me compró para combatir mi insomnio, “Melodías de las Jorobadas”. El disco seguía guardado en algún rincón de la casa de mi madre y hace unos días me lo mandó por correo. Escucho el disco todos los días.

Mi insomnio empezó cuando era muy pequeña. Despertaba con esa desesperación paralizante que da en las noches sin dormir en las que las paredes y el techo se acercan como queriendo asfixiar, en las que el oxígeno parece convertirse en un líquido denso que no se puede inhalar profundamente porque ahoga. Las ballenas, aunque no me ayudaron a dormir, me hicieron compañía en esas noches. Los sonidos al principio eran un tanto atemorizantes, cómo llamados del más allá. Sentía, además, que estaba escuchando cosas que no debía, que algún científico grabó estos sonidos que llamó canciones y los puso en aros de policarbonato para venderlos, y las cantantes nunca ni supieron que fueron grabadas. Nunca vamos a saber si en estas “canciones” las ballenas estaban hablando del día en el que murió su abuela y como lentamente la escucharon caer al fondo del oceano, desapareciendo en el azul casi negro, o si simplemente discutían que iban a comer para el almuerzo. Con el tiempo entendí que no tenía porqué entender nada de lo que decían, que hasta cierto punto no entenderlas era casi como entenderlas. No atribuirles palabras que hasta yo consideraba intolerablemente triviales como humano. Me hacía mucho más feliz imaginarme un mundo con una comunicación absolutamente desconectada a la de los homo sapiens.

Ahora escucho el disco todos los días pero cuando quiero lo puedo apagar. Tus plantas me secuestraron en su mundo y como con el síndrome de Estocolmo eso me enamoró por un tiempo. Me gustaría pensar que no soy una idiota, y que quizá la primera ballena perdida entre los sónidos de las barcos pensó que estaba escuchando la orquesta más espectacular de toda su vida, que persiguió esta melodía enamorada de ella, hasta que su estómago choco con la arena. La ballena entonces, con sus setenta mil kilos, peleó contra cada granito para nadar de vuelta al mar. Luchando esta batalla fútil, murió lentamente en la costa, sin ni siquiera poder escuchar la vibración sonora que la llevó a este lugar porque el aire discrimina y se niega a transportar información a los oídos de un cetáceo.

Te llevaste las plantas con vos por eso ahora puedo escribirte esta carta. Te debía una explicación y siento que también una disculpa. Compré otras plantas desde que te fuiste pero a estas no las escucho.

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