Julia Malinow
“Martín” dijo Susana temblando. “¿Me podés decir porque se te ocurre hacer esto?” las palabras le salían de la boca con mucho esfuerzo. No podía cortar la cebolla y al mismo tiempo hablar, se sentía mareada y le temblaban las manos. No podía ocultar el miedo que tenía de saber la verdad sobre su hijo.
“¿Qué quiere decir ‘esto’?” dijo Martín molesto.
“¿A dónde vas todas las noches?” dijo la madre ocultando sus nervios detrás de un tono preocupado en la voz.
“¿Qué querés que te diga ma?”
“Quiero que me digas la verdad… no sé, lo que pensas.” Susana quería llorar pero trataba de no hacerlo sabiendo que si lo hacía, su hijo la iba a ignorar. No había duda que el amor en esa relación no faltaba. Los abrazos, las comidas caseras y la atención que Susana le había dado a Martín durante su infancia siempre estuvieron presentes. Ella había nacido para ser una madre atenta, una esposa leal y una ama de casa con vocación. Todo eso lo había logrado, excepto que el papá de Martín había fallecido en combate en uno de esos tiroteos callejeros. Que él haya muerto antes que ella no significaba que Susana no hubiera sido leal, pero tampoco la ponía contenta. Lo que más extrañaba era las sonrisas de Martín al jugar con su padre y la alegría que él traía al hogar. Desde el accidente Susana no se atrevía a hablarle a su hijo sobre cosas de hombres como lo hacía su esposo. Se atrevía todavía menos a preguntarle sobre su vida fuera de la casa. Pero el tiempo había pasado corriendo frente a sus ojos y Martín ya no tenía doce años.
“¿Y desde cuándo querés vos saber la verdad?” dijo Martín riéndose con un tono irónico. Hace seis años que no le contaba la verdad a su mamá. No porque él no quisiera, sino porque ella no le preguntaba. Simplemente no le hablaba de esas cosas ¿Que sabría su mamá de política? Para Martín ella no tenía opinión acerca de nada excepto de los precios en el mercado o de la telenovela de los jueves a la tarde. Él sentía que en cada torta que le preparaba para la merienda, en cada sweater que le tejía, había cierto aspecto de lamento en su cara. Martín veía a su madre con decepción; alguien sin palabras y desganada. Cuando finalmente Susana se atrevió a hablarle, él no sabía como reaccionar. Hacía seis años que Martín no se comunicaba con su mamá.
“Desde que me dejaste de hablar” dijo ella dándose cuenta y admitiendo finalmente lo que sentía con su hijo.
Susana miró a Martín, pero él no se movió. Hubo un silencio largo, lleno de miedo, de suspenso. Ninguna mirada fue intercambiada, no se oyó ningún suspiro. Martín se paró de la silla y caminó hasta donde estaba su mamá. Estaba listo para contarle todo. Estaba listo para decirle que su papá lo había hecho de esta manera al querer enseñarle a ser un hombre. Que cuando su papá murió, entonces, sintió un impulso a rebelarse. Que solamente con quince años había disparado su primer arma y que le había gustado. A los diez y seis años había visto a su mejor amigo caer muerto por tres balas en el pecho. Al los diez y siete trató de dispararse a sí mismo. Que desde hace tres, fumaba. Que desde hace seis, no dejaba de llorar ni una sola noche. Que por más de tener a la mitad de un país a su lado, se sentía sólo. Que por más que quisiera gritarle al mundo, le dolía sacar las palabras al mirar a su madre.
Martín fijó su mirada en los tristes, desbordantes ojos de ella. “Este país está en la ruina. Si no es el pueblo, si no soy yo el que se revela, quién va a ser?”
Era la primera vez que Susana veía tanta violencia e intensidad en la mirada de su hijo. En vez de elegir el silencio, como en otras ocasiones, esta vez el miedo la hizo hablar.
“Pero no ves lo que te estás haciendo hijo. ¡Esta gente tiene armas! Te mandás una cagada y te disparan.”
“Yo no quiero un hijo muerto” añadió Susana con lágrimas suspendidas en los ojos y con la voz quebrantada.
“¡No vas a tener un hijo muerto mamá! Deja de decir esas cosas, ¿te pensás que yo no sé en lo que me estoy metiendo?”
“Ya no se si pensas, y querría pensar que sabes en lo que te estás metiendo… pero no, no sabes. Te repito Martincito, que no quiero un hijo muerto.”
“Uu otra vez… ¡ya te escuche mamá!”
Susana no dijo nada, Martín caminó hasta la heladera para agarrar una cerveza.
“Perdoname ¿y desde cuando tomás vos?” Martín no contestó. “Te hice una pregunta Martín, ¿¡me podes contestar!?”
“¡Uuf mamá! Pero que pesada que estás ¡No me conoces! Antes me conocías, ahora me sorprende que te acuerdes de mi nombre.”
Martín había escuchado infinitas veces a su mamá preocupada. A veces era por llevarse un sobretodo cuando estaba lloviendo. Otras veces era sobre la escuela, y él siempre le hacía caso. Pero ya era un adulto, esta vez decidió no escucharla; Martín sabía lo que era correcto.
“¿Porque te atrae la violencia? ¿Qué ideas te meten en esa universidad? Yo voy a ir a hablar con ellos, porque no se que te están enseñando.”
“¿Queres saber lo que me dicen en la facultad? Que los milicos son el futuro, que si me voy al servicio militar voy a ser un buen hombre. Me dicen que si no soy uno de ellos, soy el enemigo ¡Eso es lo que me dicen!” Martín abrió la botella de cerveza y empezó a tomársela rápidamente.
“Ahora, si vos vas y te quejás, estarías conmigo en todo este tema, ¿no? Es mejor que me disparen, es más, yo quiero ser el enemigo.”
Mirando a su hijo como si no lo reconociera, Susana finalmente se rindió: no pudo ocultar las lágrimas y comenzó a llorar. La mirada de Martín también cambió. Se había arrepentido de haberle hablado así a su mamá.
Susana se limpió las lágrimas con el delantal y salió de la cocina con el paso fuerte pero rápido.
“Mamá, no llores… ¡dale espera!” Martín dijo con un nudo en la garganta. Miró la puerta durante un largo tiempo, perdido en sus pensamientos y en el mundo que lo rodeaba. Las palabras que había dicho antes, no parecían ser suyas. Martín se sentía fuera de sí, como si otra persona hubiera estado en la cocina discutiendo con su mamá. Se sentía vacío, como si todos sus pensamientos, sus ideas, sus valores, se hubieran ido de su cuerpo.
Martín procedió a tomar el último sorbo de cerveza de un solo trago. Al hacerlo, todos esos sentimientos fueron dejando espacio para que ciertas ideas entrarán nuevamente a su cuerpo. Mirando a la puerta con menos intensidad dijo, con un tono sarcástico, “Es lamentable que no quieras un hijo muerto, viejita”.