BIO
Paula Cucurella es filósofa, poeta y traductora. Sus poemas han aparecido publicados en revistas mexicanas de poesía (Circulo de poesía, Revista Monolito, La Rabia del Axolote, y Revista Marcapiel) y en Revista Laboratorio (Chile). Traductora de El Can de Kant de David Johnson (Metales Pesados, Noviembre 2018), El Mundo en Llamas de David Johnson (Editorial La Pólvora, 2019) y cotraductora de Bottles to the Sea (SUNY, 2014), y de poemas de Sasha Pimentel, Rosa Alcalá, y Eileen Miles. Sus artículos académicos y ensayos literarios han aparecido en The New Centennial Reviw, Revista Laboratorio, Revista Teuth. Actualmente enseña para el departamento de Creación Literaria de la Universidad de Texas, El Paso, EEUU.
El misterio de los asesinatos simbólicos
Las abejas querían compartir mi pan dulce
Me sembré las palmas con migitas
Y la extendí al aire en signo de ofrenda
Asumiendo que todas las criaturas pequeñas comen
O semillas o migitas.
Salí a sacar la basura, como no hago lo suficientemente a menudo. La ocurrencia de ratas esporádicas y cucarachas en mi pequeño departamento vienen a la mente a confirmar un estado de descuido que ya no podía atribuírselo a mi juventud. El trabajo era mi única excusa.
A veces pensaba que si trabajara menos tendría que limpiar más, y la idea de pasar su tiempo haciendo cosas en los roles femeninos usuales la descomponía emocionalmente.
Sacó la basura. Abrió la tapa, girando el rostro a un lado esperando el tufo del basurero y dejó caer la bolsa, y fue ahí, con el rostro contorsionado y de lado cuando lo vio de soslayo. La silueta de un cuerpo, una línea negra, y una figura familiar, humana, y movediza armandose en el concreto.
Las migas de pan dulce en la vereda cubiertas por hormigas formaban la silueta de un cuerpo humano, una vaga estructura ósea dibujada por el hambre de las hormigas en el pavimento.
Me quedé un rato admirando este milagro. La perfección de la silueta duró lo que le tardó a las hormigas recoger el botín.
Esa fue la única vez que le agradecí en silencio al hombre que se iba a sentar a la banca de la esquina de mi casa a alimentar a las palomas con pan dulce. Lo había visto dos, tal vez tres veces, y cuando lo miraba me devolvía una sonrisa de pura diablura, observaba a las palomas con un asombro de niño. No había tantas palomas después de todo. Los trozos de pan dulce servirían de comida a las ratas cuando cayera la noche. Pero no esa noche.
El alimento fue llevado a algún lugar recóndito bajo tierra en la espalda de las hormigas. Y la silueta de esa mujer desapareció con ellas.
De niña le decían que cantaba mal
Esta historia la robé de una conversación entre dos mujeres, en un café en El Paso, TX. Desconozco la apariencia de la mujer que la contó. Estaba sentada detrás mío y cuando ella y su acompañante abandonaron el lugar no quise mirar.
No sé como ida vestida, solo recuerdo su voz, y que contaba que de niña le decían que cantaba mal. Que tenía mala voz. Por eso se escondía a cantar en los baños de la escuela, en los rincones de su casa, y quedito, de noche, en la oscuridad de su pieza, cantaba las dos plegarias que había aprendido de memoria.
Algo la hacía desconfiar de los juegos comunes de las otras niñas, enamoradas del grito, prefería ese silencio que la visitaba jugando sola, que la hacía escuchar como quién pone el oído en una caracola para sentir las huellas del sonido del mar. Todos sus juegos iban acompañados de alguna canción. Muchas veces la letra consistía simplemente en la narración de lo que estaba ejecutando, y ocurría a menudo que tuvo que detenerse a pensar en lo que estaba haciendo. No siempre lograba entender sus propios juegos, aunque estaba segura de que jugaba. Algo así le sucedió cuando inventó el juego de revivir a la planta de su balcón. Una planta apestada de algún hongo blanco, o pelusilla pegajosa.
La mujer contó que de niña vivía en un departamento sin jardín y con un balcón donde permanecían inalterables a las estaciones la parrilla grasienta del asado dominical y tres plantas que habían sido dejadas a su propia suerte. Una de las plantas tenía peste, necesitaba una enfermera, y la mujer—en ese entonces una niña—se decidió a salvarla. Del velador de su madre robó las preciadas bolitas de algodón rosa, azul y blanco. Sumergió las bolitas de algodón en agua y con eso limpió las hojas de la planta. Una vez limpia, esperó una tarde entera junto a la planta moribunda a encontrar signos de mejoría.
Al final de esa tarde la planta seguía igual, y a la tarde siguiente fue lo mismo. La niña se preguntó si tal vez el problema era más profundo, tal vez la planta estaba triste. El macetero era de greda, y se deshacía por secciones. Desde el balcón podía escuchar la televisión de la nana sintonizada en la telenovela, y una melodía, probablemente de publicidad de papel higiénico, le sonó a basura mientras la planta fallecía en su purgatorio.
Para subirle el ánimo a la planta decidió cantarle canciones tristes, la idea era que la planta se diese cuenta que su vida no era tan terrible después de todo. Comenzó a entonar tonos medio litúrgicos en una voz delicada, que se quebraba por momentos. Cantó quedito sin que nadie la oyera. La letra vino sola: “nadie me quiere, el otro día mi mamá me tiró del pelo . . . ” cosas así. Cosas que ni ella sabía que la ponían triste salieron al encuentro de la melodía y siguieron saliendo hasta que la niña, emocionada por su propia canción, rompía en llanto, un llanto también quedito.
La niña había descubierto un juego.
Al tercer día, a la hora de la siesta (aunque ella ya estaba grande para dormir siesta), a la hora del planchado y la telenovela, a la hora en que nadie la iba a buscar, a esa hora se dirigía en silencio al balcón con un balde de playa en la mano y dentro las bolitas de algodón de colores que guardaba su madre en su velador, y una botella con agua. Ese día, las lagrimas de emoción y tristeza llegaron antes de que tuviese que repetir la canción, y para la niña sus propias lágrimas gordas fueron prueba de la fuerza de su canto. Al cuarto día se sorprendió cantando la historia de una niña huérfana que de noche era visitada por fantasmas y lo hizo con tanta convicción que incluso esa historia, que no era cierto, la hizo llorar como si lo fuese.
Esa tarde la madre de la niña regresó del trabajo preguntando por su hija, y se sorprendió al descubrir que ya estaba acostada y no quería comer.
En el lapso de una semana la niña había cambiado. No sabía que era distinto pero todo se sentía distinto. Por su parte, la planta seguía enferma.
Cuando quedaron dos bolitas de
algodón en el velador de su madre,
las que no podía robar sin levantar sospecha,
la niña dio por terminado el juego y
volvió, sin mucha convicción, a pasar tiempo con sus muñecas. No regresó al balcón, aunque el lugar la visitó por años en sueños.
“Make your houses where you are, with what you have"
Calibró la cantidad perfecta de saliva para llamarla por su nombre, y cuando la obtuvo guardó silencio, pues se encontraba solo en su casa, era de noche y el aroma de esa mujer impregnado en su ropa ya no le traía recuerdos, se dijo. Esa noche, tuvo un sueño.
“De esta línea ———cuelga mi lengua”, se dijo en sueños, con la boca repleta de saliva. Se despertó y su boca seguía llena de saliva. La habitación olía a nada o a sí mismo. Al olor que no se conocía, pero que a veces le era devuelto en la boca de una mujer.
Un café en un estómago vacío fue todo lo que pudo desear esa mañana. Lo preparó sin ganas, quería que el aroma del café inundara la habitación, cubriera su ropa.
Recordó a su perro, el único que había tenido y su obseción con orinar todos los lugares y los objectos que ingresaban a su mundo. A veces simplemene levantaba la pata ya sin orina que exprimir. El café se debería encargar de borrar las huellas, si aún quedaba algún olor.
Y recordó palabra por palabra la historia que ella le había contado la noche anterior. De como un día había arrancado de un día como cualquier otro, decidida a encontrar algo. Imagina que sabes el final de una historia, ahora imagina que sabes el final de todas las historias, ¿cres que la leerías?, le había preguntado ella la noche anterior.
Él no leía historias, así que no fue difícil responderle que si, que claro que las leería, sin duda, de todas maneras las leería, y su cabeza asintió con tanta vehemencia que se sintió ridículo, como esos perritos que los taxistas ponen en sus autos, esos que mueven la cabeza.