Stefano Llinas

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BIO

Stefano Llinas, o Bocadelcielo, es un joven escritor colombiano nacido en Barranquilla en el año 1992. Graduado de SCAD en 2014 y prontamente estudiante de Máster en Literatura Comparada en la UB. Disfruta releer a Borges y subrayar palabras extrañas. Se deleita en la estética. Abierto a las nuevas posibilidades. Lo pueden encontrar en Instagram como: bocadelcielo. 

Stefano Llinas, or Bocadelcielo, is a young colombian writer born in Barranquilla on the year 1992. Graduated from SCAD in 2014 and will promptly study a Masters in Comparative Literature at UB. Enjoys rereading Borges and underlining strange words. Delights in aesthetics. Open to new possibilities. You can find him on Instagram and Snapchat as: @bocadelcielo. 

Endriago

         Eran dos torres en perfecta simetría los últimos obstáculos entre ella y la verdad. Erigidas sobre el caliginoso panel del cielo, las dos fachadas compartían una tristeza solitaria que no logró penetrar el corazón de la mujer, a pesar de su obviedad. Había agotado sus recursos para llegar allí y decidir, con la previa minuciosidad que le habían otorgado los chats, en cual de las dos habitaba él. Tardó cinco días en recorrer las plantas, tercamente presionando timbres sin vacilación, con el maduro ímpetu de un alma experimentada. La certidumbre de su cercanía y la envergadura de su anhelo habían sido convertidas en el epígrafe de sus previos titubeos.

      Finalmente halló el domicilio: la puerta, de jambas corroidas debido a la negligencia del habitante, contaba con marcas de garras sobre la madera y el picaporte; el número clavado era un 903; sobre el dintel aún guindaba un ornamento navideño de falso pino —durante el mes de febrero un detalle ligeramente anacrónico—; no escapaba el menor destello de luz por el quicio. Presionó el timbre, ya acostumbrada al sonoro descargo, y esperó. Perdió su conciencia entre preámbulos de augurio, momentáneamente sucumbiendo a malos presentimientos que a fines aumentaron su impaciencia. De nuevo presionó el timbre. Escuchó unos pasos, detuvo sus espasmos pédicos y sus pensamientos pesimistas, pero advirtió el origen detrás de ella, al fondo del pasillo. Por tercera vez presionó el timbre, esta vez sin retractar su dedo, un toque ansiosa por conocerlo.

         La respuesta ausente no le fue sorpresiva; su previa interacción con él, aunque exigua, le había dejado claro que llevaba una vida ermitaña, y que su esfuerzo no lo incitaría a abrir (si es que se encontraba). Además, sus chats en «adictosalacomputacion.net» le habían dado la impresión de que ese usuario tan codiciado por ella, cuyo pequeño ícono virtual consistía de un feroz dragón de dos cabezas, sufría de timidez. Las respuestas entrecortadas que pretendían vestirse de tertulia sólo podían provenir de un adulto pelele o un engedro de lengua fiera. Y aunque con el tiempo mejoró la dicción, nunca elaboró la iniciativa. Durante el viaje a la ciudad se había preguntado la extensión introvertida de sus sueños; al salir de su hotel hacia las torres no le quedaba duda que lidiaba con un patético enclenque.

         Y es que, al haber estado echada en una cama anónima, enfrentada a la programación televisiva local —cuyas noticias de avistamientos misteriosos de un gran lagarto se sumergían en lo esotérico—, no pudo evitar releerlo todo. Abriendo su portátil, había hecho clic en la sala de chat que había visitado durante meses en busca de él, para cerciorarse de haber acertado en la ubicación de su implacable pesquisa. Los secos colores de la sala bordeaban el texto de fuente Courier New, casi ahogándolo. Tras la pantalla, la planicie de pixeles no podía ser interpretada como más que una pintura estéril, en la que se enmarcaban la triste lujuria de un ente solitario y el insidioso coqueteo de un ente vengativo. No había persona, aparte de los involucrados, que hubiese hallado alegría en el texto, o en la monótona sala perdida en un rincón solipsista de la red.

         Había descubierto, a través de la furia y la pérdida, que él, mediante varios anuncios en línea —de esos que prometen iluminar la mente de los crédulos con un truco peculiar—, era el culpable de su desgracia. «¡Los nutricionistas la odian!», leía el anuncio, con una imágen subyaciente de una barriga contrayéndose por arte de magia, «¡Una madre ha descubierto este único medicamento que te hará perder 2 kilos por semana!». Charlatanerías. Claro que ella nunca hubiese caído en la trampa; su madre, en cambio, había sido criada con sortilegios y menjurjes. Vestida aún de negro, ella decidió averiguar quien se escondía detrás de esas falsas promesas digitales. Con un clic le bastó: una ventana nueva le trajo un vídeo informativo, cuyos once minutos fueron gastados en desacreditar a la medicina institucionalizada y el establecimiento farmacológico, acusándolos de ocultar la realidad por culpa de la codicia. No hubo referencia a la pérdida de peso hasta los últimos momentos; fue trabajo del orador convencerla (y a cualquier otro espectador ingenuo) de que se quedara hasta el final. El momento grato, que inclusive en la mente de ella llegó a ser esperado, resultó un anticlímax de ventas. La estupidez de la situación aumentó su rabia.

        Meses había seguido direcciones IP, foros de internet, comentarios, el chat, redes sociales. Logró crear un perfil metódico de su víctima, que enumeraba sus carencias, gustos, obsesiones y hábitos. Aparte de su extraña insistencia en observar vídeos criptozoológicos sobre criaturas urbanas y documentales sobre inmigrantes, y del hecho que había cursado español de manera intensiva, lo más peculiar era que a él lo ponía cachondo el bestialismo. En su momento descartó cualquier lectura psicológica alarmante que se pudiera concebir a partir de esos fragmentos; ahora que mediaba en acción resurgía la incertidumbre que le causaban la naturaleza y carácter de su infame perseguido.

         Ya cansada de esperar una respuesta se recogió el pelo por primera vez en la semana, concentrada en revelarle a la tenue atmósfera del piso su nueva fortaleza y sus segundas intenciones, y se agachó para mejor utilizar su ganzúa. La cerradura cedió no mucho después. La negrura total la enfrió con miedo, pero igual entró, pisando un felpudo de bienvenida y captando una ráfaga de olor putrefacto que la obligó a taparse el rostro. Con un tanteo de su brazo encontró el primer interruptor de luz, pero el repentino alumbramiento sólo sirvió para cegarla. No escuchaba nada. Siguió su camino, adentrándose a los confines de la morada de él, con las venas aceleradas y el aliento guardado; su sombra se esparcía ininterrumpida por la falta de muebles.  Al fondo del pasillo a la derecha notó una fuente de luz distinta —era leve y gris; también se movía sin cambiar de lugar. Al llegar al final sintió un bulto de contextura viscosa en el suelo que continuaba al cuarto contiguo. El olor provenía de allí.

         No necesitó encender más bombillos para quedar paralizada en plena piel de gallina: a sus pies, echado y muerto, yacía un grotesco monstruo con la piel repleta de llagas reventadas, de ojos saltones de pupilas minúsculas aún abiertos y mirándola, de colmillos torcidos, zarpas afiladas y cola larga. No era un mohán o un troll, era simplemente algo despreciable. Ella se aferró al muro del pasillo, temerosa del descubrimiento que tenía en frente. ¿Acaso era él? ¿Había sido una criatura asquerosa el foco de su caza vengativa? No podía sacudirse la fantasía del momento; era algo imposible, pero era algo que estaba allí, tirado. Luego de hacerla sentir estupefacta, el cadáver le había despertado una extraña sensación de alivio, puesto que una conclusión estrafalaria a su relato la ayudaría a consolarse y a mitigar un poco la ridiculez de su tragedia. Sólamente una entidad mitológica pudo haber sido culpable de tan raras circunstancias para causar una muerte.

         Al entrar a la habitación descubrió que era un salvapantallas lo que alumbraba la horrenda escena. Ya había llegado hasta ahí, ya lo había encontrado, ya tenía la libertad concedida por el mal ajeno. ¿Qué podía perder, si para completar su odisea no tendría que blandir un arma o destrozar una vida? Tuvo mucho cuidado de pasar por encima de la cola, sin tocar la silla rodante o las pastillas, sin rozar el estante lleno de libros —entre los cuales estaban un Amadís de Gaula y un Cien años de soledad—, hasta llegar al monitor. Sólo tenía que activarlo con algún movimiento para revelar los interrogantes que la asediaban. Sin mirar hacia atrás, dubitativa de su propia cordura, prosiguió a indagar con prontitud. Puso la mano sobre el ratón y se encontró con un documento:

                 

         «Querida Encarnación,

         Sé que vendras, amiga. Tomo muchas precauciones, seguí tus          nombres falsos hasta llegar al perfil verdadero. Fue sencillo. Pero      no tengo el valor para enfrentarte. Tengo miedo. Te he mentido. Le      he mentido a todos. Mi vida se ha convertido en una prisión desde   que pisé el asfalto de esta ciudad. Me hacen falta tantas cosas.

       Me alegra poder despedirme. Si tan sólo supieras lo que es estar      envuelto en este cuero. He estado pensando en como me verás, la          primera vez. Ese desprecio no lo quiero ver en tus ojos. Es culpa mía,        el haberme enamorado. No me dejé estar feliz en la soledad. Tu          empeño y tus ojos invaden mis pesadillas. ¿Por qué no es suficiente   para tí lo virtual?     

         Este mundo ya se ha olvidado de mí. Sólo falta que tú lo hagas     también. No será difícil. Quiero que sepas que sólo intentaba vivir   una vida feliz, ganando dinero con mis anuncios y creando         problemas como lo he hecho siempre, como se hacía antes en la        Selva. Que mi miseria no comenzó contigo, que tu presencia es lo     que le dará final. Gracias por darme unos últimos momentos dulces.          Te amo.

         P. D. Aunque mi débil corazón no me lo permite, lo único que       siempre he querido es llegar a ser como un Endriago.»

       Luego de leerlo un par de veces, concluyó que la criatura se había quitado la vida. La segunda vez que lo miró fue diferente. En unos insólitos segundos de cuestionamiento humano; silenciosos, virginales, etéreos; decidió perdonarlo.

© The Acentos Review 2016