El chancho y la oveja trabajadora
BIO
Zachary Smith is an English major at Weber State University in Utah. He currently interns for a United States Senator and hopes to pursue a degree in law. He is published in The Palouse Review for his short story “Owls.” For years, he has learned to write by editing two novels, Awaken: Shadows of a Forgotten Past and Alive: Shadows of a Living Past, by Marcia Maidana. He is half-Argentine and enjoys improving his mastery of the Spanish language.
He can be found on Facebook here.
El chancho vivía en la periferia de un pantano, y en cualquier momento, se podía encontrar rebosando del fango que le quedaba desde la punta del hocico hasta los enganches de los pies. A él no le importaba nada de la vida. Pasaba todo su tiempo descubriendo nuevas especies de hongos, o cavando huecos en búsqueda de raíces escondidas en la tierra—en fin, el chancho era el haragán del vecindario, y se mataba a carcajadas cada vez que su vecina, esa pobre necia, una oveja trabajadora, cruzaba en frente de su pantano.
“¿Y de que terror estás corriendo hoy?” preguntó el cerdo.
La oveja, que nunca entendió la diferencia entre el sarcasmo y la sinceridad, le contestó con una voz tremulosa: “Hay que proteger las reservas de agua. Ya viene una sequía muy devastadora, o así dicen los gansos que vuelan sobre mi prado.”
“¿Los gansos?” el chancho dijo, con algo de cinismo filtrando sus palabras. “¿Y cuándo se hicieron inteligentes los gansos? ¿No saben que la realidad no es absoluta? ¿Que no hay nada que sea absoluto? Me eduqué bastante bien en la universidad, y eso me quedó muy claro”—y así habló el chancho, con solamente sus ojos destacándose del fango que lo cubría por cada rincón. “La verdad absoluta no existe,” dijo el chancho, antes de dar la vuelta y quedar mudo en su nido de barro.
“Vaya, vaya,” dijo la oveja. “Me tengo que ir si voy a lograr el afán del día.” Y con eso, la ovejita subió hasta el hombro de las montañas. No se tardó en encontrar la esmerada fuente de agua que brotaba hasta donde vivía la oveja y los otros animalitos. Y entonces, con el tiempo y también con el empleo de los venados, los ganados, y aun los patos, la oveja trabajó por dos meses construyendo una presa antes la fuerza del riachuelo. Después, usando la técnica de la ciencia, construyó un sistema de irrigación que transportaba el agua por los arrozales de los patos, los campos de los ganados, y los huertos de los venados.
Escuchando todo el ruido que hicieron las explosiones de dinamita, el cerdo logró despertarse de un sueño profundo, un sueño que reflejó una realidad relativa con nada concreta ni segura—y sintió los dolores del hambre. En ese momento, no pensó nada en el relativismo. Tenía que buscar comida. Se estiró unas veces, sus piernas muy apretadas con el hecho de hacer nada, antes de acercarse al lugar donde los hongos crecían fructíferamente. El chancho dio un suspiro de estar contento y se lanzó a la obra que era llenarse a lo máximo. Pero esta vez, los hongos no sabían cómo antes. Con el ojo inquisitivo, el chancho se dio cuenta de que las cabezas de los champiñones tenían arrugas.
“¿Y eso?” el chancho preguntó. Una voz por dentro decía que la falta de agua hizo que se pudrieran los hongos, pero lo que salió de su boca era “No me importa. Siempre hay más comida en los otros rincones del pantano.” Pero no había más comida en todo el barrizal. De hecho, el barrizal mismo había disminuido excesivamente, y todo eso por la carencia de agua.
“Es la oveja,” gritó el chancho. “Ella atrapó toda el agua del valle y ya no viene nada de sustento a mi pantano. Con ella yo tengo mi disputa.” Dio su espalda al pantano y sin mirar hacia atrás, dejó la realidad que su pantano no recibía nada de agua de las montañas, que el pantano existía por el agua que surgía del terreno abajo, pero que se había secado por el calor tremendo. Dejó esa realidad atrás, pero con su persona llevó la realidad absoluta de que tenía hambre, de que su espalda resplandecía en el sol furioso, y que su lengua fue hinchada hasta caerse de la boca.
Al acercarse más al prado donde iba a encontrar a la oveja ladrona, el chancho sintió el olor de algo riquísimo. Con el hocico maravilloso que la naturaleza le había otorgado, sabía con certeza que el olor vino de pasteles de manzana, con la masa enrejada por encima y la canela metida por dentro. La realidad de estos pasteles le chocaba como la fuerza de la dinamita contra la montaña, como la fuerza de la ciencia contra la superstición de la universidad.
Pero todo eso se le fue de la cabeza cuando vio la muralla que la oveja había construida alrededor del prado. Estaba construida de barro, levantada por la fuerza de una mente maravillosa, y no dejaba que pasara nada de afuera. De adentro, el chancho escuchó las risas y las carcajadas de la oveja misma, los patos, los ganados, los venados—y aun los gansos, que se refugiaban y tomaban del agua que les sobraba en abundancia. El chancho empezó a gritar con la fuerza más extrema de sus pulmones, pero no consiguió llamarles la atención. Estaban de festejos, y con cada hora que transcurría, los gritos de ellos y los gritos del chancho no disminuían nada.
Al final del día, el chancho no podía tragar por tener la boca tan seca. Sus cuerdas vocales no daban más y sus pulmones dolían con cada respiro. Pasó la noche con unos sueños trastornados, enfocados en nada sino en los pasteles de manzana. Cuando amaneció otra vez, el sol poniéndose sobre la cumbre de las montañas, sabía el chancho que estaba por aprender lo certero de algo mucho más difícil—que la muerte no es relativa, y que se le acercaba con las huellas definitivas de un león, antes, un colega de la escuela, ahora vuelto en ser lo que siempre era—un predador feroz sin nada de tolerancia.