BIO
Born and raised in Jalisco, México, where be worked in farms and cornfields (for others), for the past 25 years, Enrique Murillo has written short stories while washing dishes and working in factories. His immigrant experience led him to pursue undergraduate and graduate studies in political science in Chicago. Now that he lives in Warwick, NY, he has more time to write and to offer his work, and this is his first short story published in a specialized magazine. The books that kept him writing were El llano en llamas and The Nick Adams Stories. "La Madre de Morazán" is a fictional piece, and is based on events the media did not cover in depth at the time he wrote it.
La Madre de Morazan
Los coyotes le habían dicho a Cándida Martínez que no abriera la boca en el
avión. Era un vuelo nocturno, sin escalas, procedente de Houston, con destino a
Chicago, donde la esperaría su amiga Martha Espino. Y no la abrió ni cuando le
ofrecieron agua las azafatas. Durante las horas de viaje se dedicó a pensar, a
fingir que dormía. ¿Cómo olvidar a su hija Helenita, que se había quedado en El
Salvador, a vivir con las tías, mientras ella intentaba cruzar Guatemala,
México y el Río Bravo?
En Campeche, México, los reporteros de un canal independiente entrevistaron al
Padre Guillermo Andrade, hombre barbado, semicalvo, vestido de blanco y
crucifijo de madera al pecho, dedicado a auxiliar con comida y hospedaje a los
emigrantes centroamericanos.
–Háblenos de un caso reciente—, le dijeron los periodistas a la luz de los
reflectores y con micrófono en mano.
—Por aquí pasó una mujer que iba a trabajar al norte para comprarle un riñón a
su hija—, les dijo —los tres días que pasó en nuestro albergue estuvo llorando.
Es uno de tantos casos. Algunas personas me piden acesoría cuando están
próximos a partir y yo no dudo en decirles que sigan, que sigan adelante, si su
necesidad de seguir es mucha, o que regresen a sus pueblos, cuando regresar es
lo mejor. Me refiero a personas enfermas, accidentadas, sin muchas
posibilidades de llegar a la frontera, pues. A ella no supe qué decirle. Si se
regresaba al Salvador, era muy poco lo que podía hacer por su hija; continuar
su viaje hacia Estados Unidos era como un albur, especialmente siendo madre
sola.
—¿Y qué pasó con ella?— Le preguntaron los reporteros.
—No sé—, respondió el Padre Guillermo, alisándose la barba —por allá, muy a la
larga, me llegan cartas desde Estados Unidos en las que los migrantes me
agradecen la ayuda que se les brindó aquí, en el albergue, pero son pocos, muy
pocos los que escriben. Es difícil saber qué suerte les tocó. Dicen que la
frontera es un cementerio sin cruces.
Las luces de los reflectores se apagaron. Los camarógrafos metieron sus cámaras
en los estuches. Los reporteros se desanudaron y se arrancaron las corbatas. El
Padre Guillermo salió a encaminarlos a la puerta del zaguán.
—Por ahí nos avisa si sabe algo de esa mujer, Padre.
—Sí, seguro, vayan con Dios.
Desde que su marido murió en las balaceras de Morazán, Cándida se dedicó por
entero a criar a Helenita, unas veces lavando ropa ajena, otras cocinando en
fiestas y otras vendiendo chicles y dulces en el mercado. Su hija quería ser
maestra de primaria y en los últimos días que pasaron juntas Cándida le dijo
que, primero Dios, con los dólares que le enviara desde Estados Unidos, le
costearía la carrera en la Universidad de San Salvador. Luego la mandaría
llevar al norte para que aprendiera inglés, al fin que su casa de Morazán ya no
era su casa desde que comenzó la guerra. Era una promesa, pero Helenita se
quedó más triste que contenta.
Ahora Cándida caminaba a toda prisa por el pasillo del aeropuerto entre los
pasos y las voces de los pasajeros. Algunos parecían llamar a sus familiares a
través de sus teléfonos móbiles. Otros esperaban vuelos en los bares bebiendo
refrescos, con los ojos fijos en las pantallas de los televisores. Cándida
sintió hambre y no sabía exactamente a qué distancia estaba la salida. La
última vez que habló por teléfono con Martha desde Houston supo que debía
seguir a los pasajeros hacia sótano, donde se recogen maletas, aunque Cándida
no llevaba equipaje, y que allí se encontraban. La voz de Cándida se notaba
nerviosa en el auricular. Martha le pidió calma. Le aseguró que todo estaba
“arreglado”. Puesto que iba en un vuelo doméstico, no tendría que pasar por la
aduana.
Siguió a los pasajeros por el pasillo a paso apresurado y con el ansia de
encontrarse con Martha cuanto antes. No les despegaba la mirada. Trataba de
entender lo que decían. Una flecha verde apuntaba hacia los escalones
electrónicos que conducían al sótano: LUGGAGE. El anuncio mostraba una maleta.
Antes de iniciar el descenso pensó que de ahí en delante ella podría conducirse
sola.
—No hay pierde—, le había dicho la amiga.
Por lo pronto se detuvo en el baño a orinar y a peinarse. No había nadie en la
entrada. Notó que el alumbrado interior era más claro que el de su casa lejana.
El piso relumbraba como si fuera de vidrio. Ahora sabía que estaba pisando
suelo, de veras, americano, no como el de la frontera, donde a cada instante y
a cada paso acecha el peligro. Sonrió frente al espejo. Se sintió a salvo.
Abrió las dos llaves del agua, se mojó la cara, se la secó con papel higiénico
y, humedeciéndose el pelo, comenzó a peinarse. Se peinaba hacia los lados y
hacia abajo cuando oyó una voz masculina que le dijo:
—Levanta las manos y voltea despacio, despacio y cuidado con agarrar tu bolsa
porque te disparo.
Al girar, se encontró frente a un oficial de inmigración. Era un hombre alto,
de piel roja, con lentes, hablando en español perfecto. Se puso pálida. Dos
mujeres rubias que se asomaron al baño, se regresaron de la puerta corriendo.
El oficial se acercó al lavabo sin dejar de apuntarle con la pistola a la
cabeza y agarró la bolsa donde llevaba los cosméticos, un cambio de ropa, los
tenis enlodados y unos cuantos dólares. Entonces el uniformado llamó a algún
lugar en el aeropuerto y de inmediato llegaron tres oficiales más que le
colocaron las esposas y se la llevaron a la aduana y después de tomarle sus
datos la sacaron en un camión blindado.
En el centro de detención para indocumentados había unas 200 personas
aburridas, esperando el encarcelamiento o la deportación. Se les veía acostados
en el suelo, durmiendo, o pensativos, con los ojos fijos en la nada. Quienes
platicaban, lo hacían en voz baja, como para evitar que los oyeran los
guardias. Cándida se sentó en el rincón más apartado. Se notaba confundida.
Miraba al suelo.
—Nos van a hechar para México—, le dijo una señora de aspecto capitalino, como
adelantándose a la pregunta que Cándida estaba por hacer.
Algunas personas veían las noticias en la en la televisión del rincón.
—¿Cuándo?— Preguntó Cándida.
—Al amanecer, seño, pero trate de dormir, todavía es de noche.
La mujer se quedó tendida, aunque despierta, en el suelo duro y frío mientras
Cándida buscaba acomodo recargándose en la pared. Un rato hablaron de cosas de
la frontera, siempre con el cuidado de no incomodar a los demás. La mujer se
quedó dormida mucho antes de que terminaran la plática. Cándida no logró cerrar
los ojos ni un instante debido a que las voces de los arrestados que seguían
llegando retumbaban en toda la construcción. Los oficiales también les gritaban
en inglés. Las voces parecían de pleito. Era el tono en que hablaban.
Otra mujer la invitó a ver las noticias cuando los televidentes aburridos se
retiraron a recostarse. La pantalla mostraba al reportero con micrófono en
mano, enmedio del desierto de Arizona. La cámara enfocó los viejos vagones de
un tren, de cuyo interior los oficiales de inmigración extrajeron varios
cuerpos innertes. El reportero entrevistó gente que daba diferentes versiones
de lo que pudo haber sido la causa del incidente. Era la noticia del día.
—¿Qué dicen?— Preguntó Cándida.
La mujer se encogió de hombros. Un mexicano absorto en la noticia le tradujo.
—Dicen que se murieron ocho salvadoreños en el desierto.
Algunos distraídos comenzaron a reaccionar cuando oyeron la palabra “desierto”.
Hablaban en voz baja y se callaban al ver a los oficiales acercarse para luego
reanudar las especulaciones.
—Se murieron de calor.
—Los abandonaron los coyotes.
—Se durmieron.
—Yo para mí que les dio miedo saltar cuando vieron que el tren agarraba vuelo—,
dijo otro —mensos, se hubieran dejado agarrar. De México cualquiera se regresa
y vuelve a cruzar la línea hasta que la pega, ¿pero de la muerte cuándo?
Cándida esperó su oportunidad para refutarle al mexicano:
—Oiga, a los centroamericanos el gobierno mexicano nos trata de lo peor.
El hombre dijo:
—Yo no meto la mano al fuego por el gobierno, señora, por eso ando acá también.
Cándida se quedó sin palabras.
Al segmento de noticias lo siguió una serie de telenovelas y talk shows que
terminaron por dormir a casi toda la gente, menos a Cándida, quien no paraba de
pensar en su hija. La imaginaba abandonada aunque la había dejado con las tías.
Al amanecer los guardias les gritaron que se formaran para salir. No les
dijeron a dónde los llevaban. Todos se pusieron de pie, retorciéndose,
restregándose los ojos con el reverso de las manos para despertar, menos
Cándida, quien se quedó sentada en el rincón, con la cara metida entre sus
manos. La fila de deportados comenzaba a desaparecer tras la puerta cuando un
oficial se acercó a ella y le ordenó que saliera rápido porque ya zumbaba el
autobús. Era el mismo oficial que la había detenido en el aeropuerto. Cándida
levantó la cara llorosa y comenzó a caminar lentamente hacia la puerta. De
pronto se detuvo y le preguntó a dónde la llevaba.
—A México—, le dijo él sin parpadear.
—¿Me van a deportar después de todo lo que pasé?
—Es la ley.
La mujer se hincó.
—No, no puede hacerme esto.
—Apúrate que nos estás haciendo perder el tiempo.
—No, no, no, señor, si me va a deportar, le pido de favor que me mate aquí
mismo, no puedo regresar a México y menos a mi país. ¡Máteme! ¡Máteme, por
favoooor!
El oficial movió la cabeza hacia los lados, frustrado. Cándida seguía hincada
en el suelo. Sus lágrimas caían al piso. Todos los detenidos habían salido. El
oficial llamó a sus superiores por el teléfono mobil y les explicó el problema.
Cándida se tiró de cara al suelo, el pelo sudoroso, las manos apretadas contra
el pecho. Le repetía una y otra vez que la matara.
Después de guardarse el teléfono, el oficial desenfundó su pistola y le pidió
que lo acompañara hacia la puerta trasera. Cándida se incorporó y comenzó a
caminar al frente, con cara de resignada. El oficial sólo se adelantó para
abrirle la puerta. La sacó al callejón con un gesto de indiferencia y la dejó
que caminara unos pasos sobre el agua estancada.
—Máteme—, dijo ella por última vez y la palabra se le tornó en un silencio
absoluto, como si el silencio fuera la resonancia de la muerte.
El oficial permaneció parado frente a la puerta empuñando al pistola. Ella
siguió caminado, abandonada a su suerte. Luego volteó hacia atrás, con la
mirada caída, y en el reflejo del agua vio que el oficial había enfundado la
pistola.
—¿Qué espera para matarme?— Le preguntó.
—Nada—, respondió él —vete, vete.
Se fue y ese mismo día timbraron los teléfonos en el albergue de Campeche y en
una casa de Morazán.
Con voz trémula, Cándida les dió la noticia:
—Estoy en Chicago—, les dijo.