BIO
Juan Manuel Martínez is 28 years old. He was born in Colombia, but lived in the U.S. until He graduated from The University of Central Florida where he received a B.A. degree in English (creative writing track) and a Modern Language degree (French and Italian). He now lives in Bogotá, Colombia, and holds an MA degree in Creative Writing from Universidad Nacional de Colombia. Currently, he works as a professor at a local University in the Modern Languages Department. His short stories have appeared in literary journals such as Badlands in California.
Blue box
Aún me quedaba medio vaso de café, se lo pasé a un viejo negro sentando en la curva del andén como un mueble abandonado. Lo recibió con sus manos sucias y me miró por entre los lentes remendados con tiras de cinta de enmascarar. Sus ojos eran los de un ser cauteloso, alguien que desconfía de la vida y sus andares. Murmuró unas cuantas palabras; lo que decía parecía no tener sentido, así que presté poca atención, tan solo le inserté un manojo de monedas en el frasco de plástico ubicado a su lado. Estaba a punto de continuar mi camino cuando hizo un movimiento con sus manos para indicar que me acercara. Así lo hice, esperé con la intención de averiguar qué tenía para decir, pero tan solo se quitó el cinturón y sacó unas bolsas del interior de su pantalón. Dentro, tenía tarjetas de todo tipo y una colección de estampillas del correo, basura más que todo. Siguió escarbando hasta encontrar un paquete de cigarrillos. “Good shit”, me dijo con su voz ronca. Quería que fumara uno con él.
No lo acepté, pero le dije que me quedaría a acompañarlo. Para entonces, la vida me había llevado a buscar distracción en un desconocido, un ser sin techo ni comida que deambulaba por las calles. Años atrás no hubiese ni siquiera contemplado la idea de acercarme a alguien como él, pero desde la muerte de mi madre hacía tres días, no había dejado de pensar en mi soledad y mi precaria situación económica. Ella murió en nuestro pueblo, no pude salir del país para ir al entierro, así que me encerré en mi apartamento por varios días con la pena.
Estaba de pie al lado del negro, tan solo contemplaba el humo que salía de sus labios oscuros y me sentía a gusto por servirle de compañía, aunque él no hubiese sido más que un simple vagabundo.
Después de un rato le pregunté por un recuadro de cintas adhesivas azules pegadas sobre la acera, lo rodeaba como una jaula de papel.
“This is my blue box”, dijo con tono de instructor. Me explicó que era un espacio asignado por la ciudad para los habitantes de la calle. También me dijo que dentro no podía haber más de una persona y salirse de sus límites implicaba tener líos con la ley, pues solo en ese lugar está permitido pedir limosna.
Le dije que llevaba varios años viviendo en la ciudad y no me había percatado. Él Hizo un gesto con su boca, tal vez burlándose de mi ignorancia.
Luego de unos minutos nuestra conversación ya nos había a llevado a hablar sobre platos de comida, pues ninguno de los dos había desayunado, cuando de repente salió un banquero de un edificio aledaño que se quedó mirándonos. Estuvo un rato fisgoneando desde la puerta del lugar y luego se fue a una cafería. Yo seguí hablando con el negro que ya se había puesto de pie. Al rato regresó el hombre con un vaso de café en su mano; antes de entrar a su trabajo, sacó un celular del su saco e hizo una llamada. No sospeché de él y continuamos la charla hasta que llegaron dos patrullas. City of Orlando Police, tenían escrito en las puertas. Se bajaron dos tipos blancos con cuerpos macizos de cada una. Querían requisarnos.
“I’m inside my blue box.” Repetía mi nuevo amigo que se había sentado y cruzado de piernas en el andén. Les recordaba que se encontraba en su caja azul.
Los policías argumentaron que ese lugar no era un expendio de drogas y por lo tanto se veían en la obligación de requisarnos. Mientras tanto, el hombre escarbaba de nuevo en su pantalón, de donde extrajo un papel, el permiso de la ciudad para ocupar el espacio. Los agentes se miraron entre sí y lo dejaron tranquilo, prefirieron ocuparse de mí, me pidieron que fuera con ellos, pues querían hacerme unas preguntas.
“Please, come with us sir”.
No les hablé de nada. Conocía muy bien el lema de “todo lo que diga puede ser usado en su contra”.
Me metieron en la patrulla. No me esposaron, pero sí me llevaron a la comisaría. Les fue imposible imputarme cargo alguno, aunque tuve que pasar la noche entera en una celda junto a un hombre joven del Sur. Él me contó cómo lo habían agarrado comprando diez gramos de marihuana en el parqueadero de su condominio. Fue una emboscada, me dijo, pero no era la primera vez, ya estaba acostumbrado. También me explicó que al dealer le iría muy mal; el que vende, tiene todas las de perder, según él. Hablamos toda la noche sobre nuestras vidas, hasta quedarnos dormidos en el único camarote que había en el lugar. Desde lo que pasó con mi madre no había dormido tan bien como aquella noche.
Me soltaron a medio día. Di unos pasos por el parqueadero vacío y advertí que no quería ir a casa, pues aún me perturbaba la partida de mi madre y no me atraía la idea de estar solo. Además me invadieron los recuerdos de cuando ella me llevaba de la mano por las calles empinadas de nuestro pueblo, así que preferí seguir deambulando por el centro de la ciudad.
Hacía un par de años vivía en la Florida, tiempo en el cual había andado de estado en estado donde necesitaran mano de obra barata. Para entonces trabajaba mañana y noche en un restaurante de comida latina como mesero. Hacía suficiente dinero, pero sabía que jamás llegaría a tener una vida llena de comodidades, mucho menos una larga lista de amistades. Ese era el tercer día consecutivo en que no iba a mi trabajo, estaba casi seguro de que ya me habían despedido.
Después de caminar por varias cuadras, pasé por el lado de otro blue box y allí estaba el negro de los cigarrillos. Sabía que era más que una simple casualidad, pues, de ser sincero, esperaba encontrármelo.
“I’m sorry”, me dijo apenas me vio. Quería disculparse por lo sucedido el día anterior. Se puso de pie y extendió su mano para saludarme. Su semblante se notaba pleno de energía y su voz poseía una claridad efusiva, estaba más alegre que la última vez.
Estiré mi mano y le dije que había sido mi culpa por hablar con extraños, así que no debía preocuparse.
“What’s your name?”, le pregunté en cuanto dejé ir de su mano.
“My name is Moe, Uncle Moe”. Se rio y me invitó a seguirlo hasta un lugar cálido para no derretirnos bajo el sol. Miré alrededor. No vi a nadie que pudiera sospechar de nosotros. Caminé a su lado a través del centro de la ciudad. Trataba de no pensar en que algo malo podría suceder. Tan solo quería pasar el tiempo sin pensar en nada, así fuera en la compañía Moe. Finalmente llegamos a la Biblioteca Central. Me tranquilicé al entrar, pues aparte de él había varios seres de la calle en el lugar. Unos ingresaban a los baños, mientras otros salían recién acicalados; todos vestían ropa de talla grande y harapienta y la mayoría se acomodaba en las mesas hasta quedar sumergidos en la lectura. Por mi parte no acostumbraba a leer, mi rutina consistía en trabajar todo el día, llegar a casa y sentarme en el sofá a ver televisión.
Moe me pidió que lo siguiera hasta los estantes para buscar un libro que quería enseñarme. Caminé detrás de él como un pupilo siguiendo a su maestro. No tardó en encontrar lo que buscaba, era un libro de Thomas Wolfe, titulado No Door. Lo abrió en una página como al azar y deslizó su dedo mugriento para señalar la siguiente frase:
My life, more than the life of anyone I know, has been spent in solitude and wandering.
Trataba sobre la soledad, pero no le encontré significado alguno. Me quedé a su lado, en silencio, mientras él leía unas páginas. Luego empecé a revisar títulos de otras obras que probablemente nunca leería. Finalmente Moe se puso de pie y me dijo que era hora de comer, lo cual me recordó que no había desayunado, mi hambre despertó con un crujir en mi estómago.
Salimos de la biblioteca, yo detrás de él. Llegamos hasta una iglesia metodista con varias mesas donde repartían comida. Allí nos alimentaron y nos hablaron de Dios. Primero dieron la charla inglés, luego en español. Explicaron que el Señor no desampara a nadie. Al terminar nos mandaron de regreso a las calles con un folleto que al cabo de unos minutos tiramos en una cesta de la basura sin siquiera haberlo hojeado.
“Don’t mix up food with bullshit”, me dijo, arrugando el librillo para arrojarlo. Me dejó claro que a las iglesias solo íbamos por la comida no por el sermón, o de lo contrario correríamos el riesgo de volvernos locos como mucha gente que no tiene dónde vivir.
Estuvimos caminando un rato más. Finalmente nos detuvimos en la estación del bus. A los primeros que se bajaban, les pedíamos monedas; a los últimos, cigarrillos cuando estaban a punto de encender uno. De esa manera pasamos una tarde plácida en la que conseguimos dinero y fumamos mientras hablábamos de las personas que veíamos. Hicimos suposiciones de la vida de cada ser que se cruzaba frente a nosotros. Por ejemplo, la de una mujer con la piel enrojecida por el sol. Ignoró nuestro saludo apenas se bajó del bus. Moe dijo que de seguro andaba en busca de drogas (su larga experiencia en las calles lo había llevado a percibir los problemas del prójimo). Veíamos el rostro y el caminado frenético de cada uno hasta que se perdían al torcer en alguna esquina.
Luego de un par de horas emprendimos la marcha de nuevo. En cada acera aparecían varios personajes que hubieran servido de extras en cualquier película de zombis, daban vueltas en círculos y hablaban con lo que parecía ser su propia sombra. Muchos cargaban mochilas con diseño camuflado, las del ejército, pues en su mayoría eran veteranos de guerra, incluyendo a Moe. Me contó que terminó en las calles luego de Vietnam. Según él, comparado al campo de batalla, vivir sin casa era un pasatiempo.
No quiso hablar más del tema, me invitó al parque principal, Lake Eola. Tomamos unas cervezas alrededor del lago, las habíamos comprado con el dinero que le pedimos a la gente de los buses. Moe se notaba muy contento después de la primera lata, se reía a carcajadas y no dejaba de hablar.
“La gente siempre necesita una excusa” me dijo en su inglés de negro. “No para hacer las cosas, sino para pretender que no necesitan hacerlas. En mi caso bebo y lo hago como quien va a misa todos los domingos; a diferencia de que lo hago día tras día, sin falta.”
No le dije nada, tan solo prestaba atención y seguía bebiendo de mi propia lata.
Estuvimos en el parque hasta que empezó a caer la noche, cuando la policía se acerca a levantar los vagabundos que duermen en las bancas. En medio de su ebriedad, Moe se puso de píe, me miró y me dijo que era hora de irme, pues ya pronto vendrían por nosotros. Según él, ese no era lugar para una persona como yo. Traté de explicarle que no me incomodaba estar en ese sitio, pero él insistió, casi echándome. Empecé a andar por la orilla del lago, me alejé varios metros y en la distancia vi a los policías que hacían una ronda alrededor de las bancas del parque. Evité cruzar bajo los postes de luz para no ser detectado y finalmente llegué hasta un sendero peatonal. Sabía que debía caminar hasta una parada de bus, luego llegar a mi apartamento y dormir solo mientras empezaba a olvidar lo sucedido los dos últimos dos días.
Seguramente no volvería a ver a Moe, pensé entonces, lo cual me hizo regresar a mi madre, a los días cuando andábamos por las cuadras del pueblo que tal vez tampoco volvería a visitar. Al parecer mi vida, sin saber por cuánto tiempo más, seguiría siendo como una caja azul de la cual no podría escapar.