BIO
Robert Wrigley nació en East St. Louis en 1951. Ha publicado varios poemarios, entre ellos Lives of the Animals (2003), Beautiful Country (2010), and Anatomy of Melancholy and Other Poems (2013). A lo largo de su trayectoria, ha recibido seis premios Pushcart, el premio Kingsley Tufts y el Poets’ Prize. Wrigley fue docente en la Universidad de Idaho y se jubiló en el 2016.
Alfredo Barnaby nació en Lima, Perú y se licenció en Inglés y Psicología en la Universidad de Idaho. Hoy es estudiante de doctorado en el programa de Estudios Hispanos en la Universidad de Washington.
“Desde la mina Lumaghi” – Robert Wrigley
De The Sinking of Clay City (1979)
Querido Padre,
Once días sin luz solar. Ingresamos
por la negra neblina de la
mañana, trabajamos y salimos
habiéndonos perdido de todo.
Pero empezamos a apreciar la oscuridad.
Brilla demasiado afuera.
Caras blancas
como el carburo, como los discos
estridentes de platos reales.
Dura un día acostumbrarse a
la visión periférica
de nuevo, al casco sin
bombilla.
Descansamos después de cargar cada vagón.
El gas que va filtrándose
gotea en ese silencio,
como si pescáramos por horas
en un riachuelo subterráneo
sin oír el agua. Así llega
también el dolor,
cuando los músculos están
quietos.
Escribo mientras el mundo aquí trabaja. Bajo la luz
de mi casco el lápiz parece
una piqueta.
Mi sol es la luna y las
esculturas
en las paredes de ensueño de
la mina centellean en constelaciones.
He aprendido a no mirar.
A veces bajo la mirada desconcertado por la blancura
de mis cutículas, que
relucen por entre las uñas
como astillas de un eclipse.
Suben y bajan a lo largo de esta página
como luciérnagas u hombres
que recorren un pozo con lámparas encendidas.
Y mis manos, palas
desgastadas, cuelgan al costado
de mi cuerpo, el carbón
encarnado en los callos. Se ven extrañas,
despiertas en las
blanquecinas sábanas como cucharas frágiles y descoloridas.
Padre, somos todos iguales. El polvo tapa
las arrugas más antiguas,
las cicatrices más profundas. Ya ves,
estoy ennegreciendo:
nudillos grises,
orejas que acumulan cieno.
Mis ojos
tan negros están como la
antracita. Si el sol los encendiera,
arderían durante días.
“From Lumaghi Mine” – Robert Wrigley
From The Sinking of Clay City (1979)
Dear
Father,
Eleven
days without sunlight. We go in
in
the black morning fog, work, and come out
having
missed it all. But we begin to appreciate the dark.
It’s
too bright outside. Faces white
as
carbide, even the shrill disks of real dishes.
It
takes a day to get used to peripheral vision
again,
the head light without the lamp.
We rest after loading each car.
In
that silence the seeping gas trickles,
as
if we fished an underground stream for hours
without
hearing water. So pain comes too,
when
the muscles are still.
I write while the world here works.
By the light
of
my headgear the pencil feels like a pickaxe.
The
moon is my sun and the sculptures
on
the dreamy mine walls shimmer into constellations.
I
have learned how not to see.
Sometimes I look down shocked by the
whiteness
of
my cuticles, glowing out of the nails
like
slivers from an eclipse. They bob across this page
resembling
fireflies or men walking a shaft with lit lamps.
And
the worn shovels, the hands, hang alongside
the
body, coal dust healed into the calluses. They seem odd,
astir
in the milky bedclothes like frail, discolored spoons.
Father, we are all the same. Dust
fills in
the
oldest wrinkles, the deepest scars. You see,
I
am blackening—gray knuckles,
ears
silting over. My eyes
are
as black as anthracite. The sun could ignite them
and
they would burn for days.
“Lo que mi padre creía” – Robert Wrigley
De What My Father Believed (1991)
Hombre de su época, le tenía
fe a las cosas
construidas por los hombres,
al milagro de los misiles y las bombas,
al de las represas y
fundidoras, a la embrutecedora
eficiencia de las líneas de
ensamble. Y ahora el aburrimiento
y vacío con el cual estos
alumnos responden
al relato de mi padre y su
pérdida de fe me decepcionan,
como tantas veces me he
decepcionado a mí mismo.
Le lanzaba la carnada con
gusto durante su mediana edad.
Colgué en mi habitación el
afiche de Malcolm X,
cuyos labios se volvían
inmóviles alrededor de una palabra
que pudo haber sido
libertad, o lucha, o una mentada.
Recuerdo la primera vez que
escuché
a mi padre hablar de ello.
Habíamos discutido y yo pensaba
haber ganado. Era el
terrible tema de siempre:
la guerra. Me doy cuenta
ahora de que nunca se trató de su servicio,
sino de sus compatriotas.
Decía que nunca deberíamos exigirnos
amar la guerra pero sí
darnos cuenta que a veces no había
alternativa, y yo reía y le
decía: “Ya córtala”.
En sus ojos observaba lo que
él no podía decir,
y aunque me sobrara la
razón, no podría
haber predicho lo que
murmuró. La ira que lo hacía
sonrojar, tartamudear y
sudar se había ido
y sólo un tonto de veinte
años no podría haber visto la cuchilla
de dolor que sufría y que
aguantó todo el tiempo.
Qué le digo hoy cuando la
verdad
que tanto añoraba acoger es
dicha ya constantemente,
cuando su simpleza exaspera
como un diente podrido
en nuestras bocas y los
estudiantes nos tratan
de ingenuos y
desconsiderados. Preguntan: “¿Y qué
de Custer, el racismo, la
esclavitud, el inexorable
robo de cada hectárea de
tierra indígena?” Y no puedo hilvanar
una respuesta que ellos
acepten, pero termino
al final de la clase como el
soso perdedor de la discusión,
contemplando silencioso la
naturaleza de la enseñanza.
Mi padre creía en la nación,
yo en mi padre:
un hombre de quien estos
estudiantes no tenían la mínima noción.
“What My Father Believed” – Robert Wrigley
From
What My Father Believed (1991)
Man
of his age, he believed in the things
Built
by men, the miracles of rockets and bombs,
of
dams and foundries, the mind-killing
efficiency
of assembly lines. And now the boredom
and
blankness with which these students respond
to
the tale of my father’s loss of faith sadden me,
as
times before I have saddened myself. Around
the
middle of his life, I baited him wildly,
hung
in my room the poster of Malcolm X,
whose
lips were stilled around a word
that
might have been freedom, or fight, or fuck.
I
remember the first time I heard
my
father say it. We had argued and I thought
I’d
won. It was the same awful subject,
the
war. I see now it was never how he had fought,
but
his countrymen. He said we should never expect
to
love war, but to know sometimes there was no way
around
it, and I laughed and said “Just stop.”
In
his eyes I saw what he couldn’t say,
though
right as I was, I could not
have
predicted what he muttered. The rage that made
him
flush and stutter and sweat was gone,
and
only a fool of twenty couldn’t see the blade
of
pain he suffered, and suffered all along.
What
should I say to him today, when the truth
I
was so eager to embrace is constantly told,
when
the plainness of it rankles like a bad tooth
in
our mouths and the students scold
us
both as naïve and thoughtless. What of Custer?
they
ask. What of racism? Slavery? The inexorable theft
of
every acre of native land? And I can muster
no
answer they’ll accept, but am left
at
the end of class as the argument’s dull loser,
silent,
contemplating the nature of instruction.
My
father believed in the nation, I in my father,
a
man of whom those students had not the slightest notion.
“Besar a un caballo” – Robert Wrigley
De Lives of the Animals (2003)
De los dos caballos
consentidos y huraños
que teníamos ese año, era
Red—
asustadizo y propenso a
estallar
aun a los catorce—quien me
había dejado
sostener su rostro junto al
mío: las masivas y laberínticas
cavernas de su hocico, la
ancha llanura
que ascendía hasta sus ojos.
Me permitía acariciar
el mentón de gruesos pelos y
tomar
el suave, carnoso, labio
inferior
en mis manos, presionar mi
carnívoro beso
masculino a su herbívora y
mordisqueante mitad de boca,
sólo para que yo olfateara
el largo camino que su
aliento había recorrido desde la lluvia
y el sol, los pulmones y el
corazón,
desde un mundo sin deseo de
causar algún dolor.
“Kissing a Horse” – Robert Wrigley
From Lives of the Animals (2003)
Of the two spoiled,
barn-sour geldings
we owned that year,
it was Red—
skittish and prone to
explode
even at fourteen
years—who’d let me
hold to my face his
own: the massive labyrinthine
caverns of the
nostrils, the broad plain
up the head to the
eyes. He’d let me stroke
his coarse chin
whiskers and take
his soft meaty
underlip
in my hands, press my
man’s carnivorous
kiss to his
grass-nipping upper half of one, just
so that I could
smell
the long way his
breath had come from the rain
and the sun, the
lungs and the heart,
from
a world that meant no harm.