Catrina
BIO
Iván Sandoval is a Mexican emerging writer. He has written short fiction and non-fiction stories, as well as the scripts for two virtual reality experiences and a short film that he also directed. He has a B.A. in Digital Art and Animation, attended a writing workshop with a scholarship from the Berlin University of the Arts, speaks Spanish, English, and the basics of German and French. He has a deep love and appreciation for art, history, travel, food, diversity, and pop culture. His favorite genres are horror and adventure, and he has a weakness for fantasy and superhero stories, as well as an appreciation for the analysis and interpretation of film and text in essay form.
1:20 PM
Anita tenía mucho calor. Sentada en su lugar en la banca de dura madera, no podía evitar sentirse incómoda ante la presión que los cuerpos con sobrepeso de su madre y su tía. El aire olía a sudor, incienso, cempazúchitl y, por alguna razón, a animales de carga. El calor y el hedor le habían provocado náuseas durante la hora y media que había estado encerrada en la Iglesia de Santa Rita. Miró impaciente la estrellada pantalla de su obsoleto iPhone 4 mientras terminaba el sermón del Padre Miguel. Ya eran la una y veinte minutos, y el Padre se había tomado la libertad de alagar el sermón final de la misa del Día de los Fieles Difuntos. No es que Anita faltara al respeto a los muertos, pero estaba segura de que aún a ellos se les habría hecho eterna esta misa en particular.
-Guarda ese teléfono- susurró severamente Eliza, su madre. Anita siempre se preguntaba cómo era que durante la misa su madre siempre estaba atenta a la ceremonia, a lo que hacía la gente de adelante y atrás y, por supuesto, a que sus hijas no se distrajeran con sus "condenados aparatos".
-Ya se pasó de la hora, ¡se va a atascar el panteón!- respondió Anita en un susurro quejumbroso.
-Pues ni modo- dijo su madre en tono de regaño, aunque Anita bien sabía que a ella también le molestaba cuando el panteón se llenaba de gente- Nos tocará hasta atrás otra vez.
-¡Mami, no quiero estar hasta atrás!- dijo una voz más aguda del otro lado de Eliza. Era Adri, la hermana menor de Anita y, como a sus cinco años no sabía mucho de cómo comportarse en público, su voz fue lo suficientemente alta como para que las cabezas de las señoras de dos filas más adelante se voltearan con miradas de desaprobación.
-¿Ya ves lo que provocas?- dijo Eliza, dando un ligero pellizco en la piel de la pierna de Anita. Si había algo que la madre de las dos niñas odiara más que nada en el mundo, era quedar mal con "la gente". - Ahora, cállense las dos hasta que termine el padre.
Anita y Adri inmediatamente callaron, con tal de evitar la ira de su madre. Afortunadamente, el Padre decidió que ya era suficiente sermón por el día de hoy, y comenzó a despedir a la gente. Anita hizo ademán de levantarse, pero su madre tenía otros planes.
-¿A dónde? Falta que el Padre bendiga mis veladoras- dijo, sacando de su enorme bolso negro una bolsita chica de plástico azul, con aproximadamente unas 20 veladoras amarillas dentro- Espérenme aquí, NO SE MUEVAN- agregó en voz baja, pero con severidad.
Anita asintió, se acomodó en la banca de madera, y vio como su madre se levantaba y se dirigía hacia el Padre con una velocidad impresionante. Su tía Mari también se levantó, sin decir una palabra y se dirigió al confesionario más cercano.
Las niñas no sabían mucho de pecados, pero entendían perfectamente que a su tía le hacía buena falta una penitencia, o dos.
- ¿Crees que tarde mucho?- dijo Adri, mirando la larga cola de gente que se movía hacia el Padre y señalando un par de manos levantadas que sostenían la bolsa azul. Su madre daba empellones a cuanta mujer, niño o anciano se le atravesara enfrente con tal de acercarse y recibir un poco de agua bendita.
-Espero que no, ya vamos muy tarde- contestó Anita con una mueca.
-Ya me aburrí- dijo su hermana. A sus cinco años, era una niña excesivamente enérgica. En casa solía correr de arriba a abajo, arrastrando cuanto encontrara, con el único objetivo de hacer ruido. Podía ser muy hartante.
-Yo también Adri, pero tenemos que quedarnos aquí-
-Oye ¿me dejas ir a darle limosna a la virgencita de allá? Se me olvidó cuando entramos- Adri señalaba a una imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro que se encontraba a unos cuantos pasos a la izquierda del altar.
- Supongo, casi no hay gente-
-¡Gracias!- exclamó Adri y con sus cortas piernas salió corriendo hacia la imagen de la Virgen. Su vestido de flores amarillas se agitaba alegremente mientras corría, dando brinquitos torpes hacia la imagen.
Anita aprovechó para mirar alrededor en la iglesia. El edificio nunca fallaba en sorprenderla. Siempre descubría un pequeño vitral o nicho que nunca antes había visto, con todo y que venía a esta iglesia desde que tenía memoria. A sus catorce años, y a diferencia de muchos otros de sus compañeros, nunca se aburría de ir a la iglesia. No porque fuera particularmente adepta en la religión, ni porque le interesara mucho la compañía de su familia, ni siquiera por los deliciosos tacos de canasta que solían comer después. Incluso, los sermones del Padre Miguel se le hacían largos y tediosos , pues divagaba y a veces no se le entendía. Pero Anita compensaba con admirar la iglesia en sí. Mirar las columnas azules, los hermosos vitrales, y la enorme cúpula que se encontraba justo arriba del altar, así como las bellas imágenes de santos que decoraban cada esquina.Y en caso de no querer admirar el edificio, siempre podía entretenerse viendo a la diferente gente que asistía a la iglesia. De un lado podía ver a las señoras, entradas en años y canas, que cantaban fervientemente desafinadas las canciones de la iglesia. Por otro veía a las familias de clase alta, vestidas con trajes y ropa de marca, que trataban de mantener a sus malcriados niños bajo control durante una hora. Señores viejos que caminaban lento y ya no se podían arrodillar, bebés gritones, familias de más de diez miembros que venían con las camisetas de sus equipos favoritos, listos para salir corriendo al estadio después de rogar porque Jesucristo, la Virgen o el mismo Dios apoyaran al mismo equipo que ellos. En esta ocasión podía ver una que otra monja, un grupo de niños que de seguro eran primos, una señora solitaria con un vestido negro y un enorme sombrero a juego, el guapo sacristán que agitaba con entusiasmo la campana y el incienso... era un mundo de personas.
-Ya vine, el padre se tomó su tiempo bendiciendo una imagen de San Judas...- la voz de su madre sacó a Anita de su ensueño- ¡¿Y tu hermana?!-
Anita se sobresaltó con lo que casi fue un grito por parte de su madre. En sus cavilaciones se había olvidado por completo de Adri.
-Dijo que iba a poner la limosna para la Virgen- dijo Anita mientras señalaba hacia donde estaba Adri... Solo que ella ya no estaba ahí. Frente a la imagen de la Virgen, solo podía ver a unos cuantos hombres arrodillados, mientras diversos asistentes depositaban monedas en la alcancía metálica del pequeño altar.
-¿DÓNDE ESTÁ TU HERMANA?- la voz de Eliza era atemorizante. Su cara, normalmente dulce, morena y redondita, ahora estaba casi morada de furia. Esto se veía de verdad peculiar, pues el cuerpo pequeño y rechoncho de Eliza no parecía muy amenazante, hasta que veías sus ojos, enrojecidos por el enojo- ¡Me la encuentras porque me la encuentras!
-Voy a buscarla, y si no la encuentro, más te vale perderte tú también- dijo Eliza, regresando al altar con paso apurado, mientras la gente comenzaba a caminar, como un inmenso rebaño multicolor, desde el frente de la iglesia, donde el Padre terminaba de dar bendiciones, hasta la salida, donde los vendedores ambulantes ya cantaban sus melodías de ofertas y gangas.
Anita se quedó congelada, asimilando esa última frase. El calor que sentía antes no era nada comparado con la presión que sentía en su pecho, el sudor que se veía en su frente provenía de la más pura ansiedad. Sentía como su corazón golpeaba sus costillas, y que sus dedos perdían sensibilidad. Segundos después, cuando se levantó de un salto a buscar a su hermana, sus piernas temblaban como gelatina. Trató de dar unos pasos, pero el mar de gente que caminaba por el pasillo central evitaba que pudiese ver bien, sin mencionar avanzar. Haciendo lo posible por ser como su madre, soltó codazo y rodillazo a cuanto infeliz feligrés se le pusiera enfrente.
-¡Niña grosera!- exclamó una viejecilla que, acto seguido, también se abrió paso a empujones entre el mar de gente.
Anita se sentía perdida. Comenzó a balbucear mientras miraba sin atención a cada rostro que pasaba, esperando en vano algún indicio de Adri. Trataba de hacer que alguien, quien fuera, la escuchara, la ayudara.
-Mi hermana...
Nada. La gente le daba una mirada, y luego seguía con su camino. Eso si se dignaban a voltear. Los rostros coloridos y alegres que Anita solía observar cuando entraba a la iglesia, ahora se veían sucios, cansados y demacrados. Nunca lo había notado, pero había muchas personas que parecían tener una inmensa tristeza en sus ojos. Pero ya se fijaría en eso en otra ocasión. Ahora sólo podía preguntar con palabras dispersas si alguien había visto a una niña pequeña.
¿Es que no entendían? ¿Qué le pasaba a la gente?
-No la encuentro...
Sus ojos se inundaban con lágrimas, nublando aún más su visión. ¿Cómo había permitido que Adri se fuera sola? Debió haber ido con ella...Debió haber sido mejor hermana.
Su madre la iba a matar. O peor, a correr de la casa. No tendría a dónde ir. Tendría que dejar su computadora, su teléfono, a sus amigos.
No. Esto no era culpa de Anita. Era culpa de Adri. De ella y de su maldita hiperactividad. Y de su tía por haberse ido quién sabe a dónde, y de su madre por haberlas dejado solas por andar bendiciendo sus malditas velas , y de...
El sonido del órgano parroquial desgarró el aire del interior de la iglesia con una serie de ominosas notas graves.
De repente, todo movimiento dentro de la iglesia se detuvo, como congelando en el tiempo a todo quien escuchara el penetrante sonido. La gente dejó de caminar. El padre dejó de rociar agua bendita. Las señoras dejaron de cantar y platicar. Los niños dejaron de correr. Incluso los que estaban en proceso de levantarse después de haberse arrodillado se quedaron en su lugar, y los vendedores ambulantes quedaron más silenciosos que un sepulcro.
Anita se había quedado en medio de un grupo de personas que se dirigían a la salida del extremo izquierdo de edificio, igualmente inmóvil. Sus ojos miraban, su mente trabajaba, pero su cuerpo no le respondía. Lo único que parecía existir eran las notas casi sobrenaturales del órgano de la iglesia.
¿Siempre había sonado así? Durante todas las ridículas canciones religiosas, Anita nunca había sentido que su cuerpo se congelara, que sus oídos quemaran, que sus piernas dejaran de responder y que sus brazos fueran a desprenderse de su cuerpo.
Anita forcejeó contra sí misma sin éxito. En su desesperación, trató de mover su cabeza, su cuello, cualquier cosa. Lo único que logró fue mirar alrededor como un muñeco barato.
Movimiento.
Todos en la iglesia se habían quedado totalmente inmóviles, pero Anita captó movimiento. Justo al límite de su campo de visión, pudo ver lo que parecían ser unas sombras que se movían entre la gente congelada. Usando toda la fuerza que tenía, en lo que parecía un esfuerzo titánico, logró mover su cabeza unos milímetros. Lo suficiente para alcanzar a ver la entrada de la iglesia.
Y de repente, ahí estaba Adri. Y no estaba sola. Estaba tomada de la mano de la mujer con el enorme sombrero negro que Anita había visto antes. Caminaban a velocidad normal, mientras que la música del órgano seguía retumbando con todos los asistentes congelados.
Anita pudo ver como las sombras que había visto se acercaban a su hermana y a la mujer del sombrero. Poco a poco ganaban terreno, no se detenían como el resto. Trató de gritar, pero su boca no le respondía.
La mujer que estaba con Adri se encorvó, acercándose a ella, casi devorándola con el sombrero…
El órgano se quedó en silencio.
En un parpadeo, el ajetreo regresó a la iglesia. Las sombras de la entrada desaparecieron en un resplandor de luz del exterior. Plática, campanas, celulares, el ruido y movimiento retomaron su curso como si nada hubiera pasado. Nadie parecía verse afectado, parecía que no hubo una pausa de lo que parecían horas en las que nadie se movió.
Anita corrió y empujó, abriéndose paso hasta la salida de la iglesia. Y de repente, ahí estaba Adri. Completamente sola.
-¡ADRIANA!- le gritó -¡¿QUÉ TE PASA?! ¡¿DÓNDE TE HABÍAS METIDO?!-
Adri la miró como si estuviera loca.
-¡Fui a darle dinero a la virgencita!-
-Y ¿qué hacías hasta acá?-
- La señora de la iglesia me dijo que viniera a esperarte aquí- dijo Adri, como si fuera lo más lógico del mundo.
-¿De quién hablas?-
-De la señora de la iglesia- su hermana parecía no entender cuál era el gran problema.-y me dio esto-
Adri sacó una pequeña calaverita de azúcar, de las que venden en el mercado.
-Me dijo que me la comiera si me daba miedo-
-No te vaya a comer eso- dijo Anita- Capaz y le echaron algo..-
Antes de que Adri pudiera responder, escucharon un atronador rugido.
-¡MOCOSAS!-
Las dos mocosas en cuestión voltearon hacia el interior de la iglesia. Su madre venía saliendo como toro enfurecido, arrastrando de la mano a la tía Mari. Anita se movió rápido y le quitó la calaverita a Adri, y la guardó en la bolsita en la que guardaba su celular. Antes de que pudieran reaccionar, Eliza tenía la piel de los brazos de cada una atrapada en un pellizco.
-¡Les he dicho que no se me separen!-
Adri estaba al borde de las lágrimas
-¡Pero la señora dijo que nos verías aquí!-
-¿Cuál señora?- preguntó Eliza, su voz había bajado a un murmullo asesino -¡¿Hablaste con un desconocido?!
Adri no contestó. Las lágrimas empezaron a salir en silencio.
-Ma, no le grites…- comenzó Anita.
-¡Tú a mí no me mandas!- dijo su madre, apretando el pellizco en el brazo de Anita - ¡Tu hermana es TÚ responsabilidad!-
La piel de las dos hermanas comenzaba a ponerse morada cuando Eliza las soltó.
-Las dos se quedan en casa hoy- dijo, en voz más calmada, pero todavía llena de furia- Olvídense de la visita a sus primos-
Anita iba a replicar, argumentando que no era justo, llevaban esperando ver a sus primos desde hacía meses. Pero Adri fue más rápida.
-No mamá, ¡tenemos que ir hoy!-
Eliza parecía al borde de la risa.
-¿Ah sí? ¿Tanto quieres ir? ¡Pues ahora con mayor razón se quedan!-
-¡Pero la señora dijo que teníamos que salir de casa hoy!-
Eliza palideció.
-¿Cuál señora?- dijo, alarmada- ¿Le dijiste donde vivimos?-
-No mami, me dijo que teníamos que salir hoy…-
Eliza se relajó un poco.
-Ya no andes inventando que nada más me haces enojar más.-
Las soltó a ambas, Anita también sentía ganas de llorar. La frustración era muy grande. Nada de esto había sido su culpa, y ahora iba a pagar de cualquier manera.
-Vamos al panteón, y cuando estemos en casa me van a escuchar las dos.- dijo Eliza -Mari, ve por el carro, por favor- agregó en un tono completamente distinto.
Su tía ni se molestó en contestar, se alejó caminando rápidamente como si quisiera escapar de la situación tanto como las niñas.
4:45 PM
-Ana, no me siento bien-
-Yo tampoco, ya sabes que me choca que haya tanta gente-
-No, pero de verdad, no me siento bien-
Anita podía escuchar la tristeza y el dolor en la voz de Adri, pero no podía hacer nada al respecto. Habían estado en el panteón por lo que parecía una eternidad. El olor a cempazúchitl y a humanidad volvía el aire pesado y pegajoso, el bochorno a duras penas las dejaba respirar.
La gente pasaba, caminando lento, con caras sombrías. Algunos llevaban flores, otros comida. Algunos venían en familias de más de 20 personas, otros venían solos. Había perros con correa, otros callejeros.
Las tumbas eran tan diversas como la multitud. Había grandes y opulentas cruces de marfil, otras eran sencillas y humildes placas de piedra al nivel del suelo.
Usualmente, era un lugar monótono, pero al ser Día de Muertos, la mayoría de las tumbas estaban decoradas por ofrendas. Cubiertas de flores de cempazúchitl, comida de todo tipo y la foto de quienes ocupaban la tumba, daban un aire de vida al normalmente tétrico lugar.
Aún con todo esto, por alguna razón, las cosas no se sentían igual que los años pasados. Se respiraba difícil, como si algo tóxico estuviese disperso en el aire.
Lo único que podían agradecer era que el sol había desaparecido, por lo que el calor había bajado un poco. Lo malo era que enormes nubes negras le daban un aspecto todavía más sombrío al lugar.
Pero eso no detenía a los presentes, mucho menos a su madre. Dejando atrás a la tía Mari, llevaba un largo rato rezando, visitando a los numerosos familiares que se encontraban enterrados en este cementerio, y socializando con toda señora desconsolada con la que se topaba.
Adri y Anita se encontraban enfrente de la única lápida que realmente les importaba.
En ella se leía: Rubén Sánchez Aguilar 1968 - 2015.
Adri era muy joven cuando su padre había muerto, pero Anita podía recordarlo con claridad. Recordaba cómo solían salir al jardín trasero, y él se sentaba a tomar cerveza mientras Anita subía a los árboles, perseguía insectos, o corría por horas. Era un hombre paciente, si bien algo disperso. Su madre solía decir que era tonto como un chango y terco como una mula. Ya no lo decía, por supuesto. Cuando murió, Anita lloró por días. Se sentía sola, abandonada. Había días que incluso se enojaba con él, por dejarlas a lidiar con su madre por sí mismas.
Pero a quien más había afectado la pérdida era, sin duda, a Eliza. Anita recordaba lo alegre y vivaz que era su madre antes, ahora veía como poco a poco la pena y la tristeza la convertían en una persona dedicada a gritar y refunfuñar. A veces hasta parecía que no le importaban sus hijas. Les gritaba, claro, y decía que era por su bien. Pero cuando era el momento de jugar, o hablar, nada. La novela era siempre más interesante.
-Anita…- dijo Adri en voz baja, quejándose.
No se escuchaba bien. Anita volteó a ver a su hermana, y veía que su piel se había resecado, y estaba pálida como una tumba. Sus ojos reflejaban un cansancio extremo.
En ese momento, Anita se dio cuenta de que no iba a aguantar más. Si su padre no estaba aquí para cuidar de Adri, Anita misma lo haría. Era su responsabilidad, y ella iba a hacer que Eliza las tratara como debía. Su madre las iba a atender, y las iba a atender ahora. Se irían a casa y cuidaría de ellas, prepararía un caldito de pollo y las haría tomar medicina, como hacía antes. Como hacía cuando le importaban.
-Vamos- le dijo a Adri, mientras la tomaba de la mano.
Su madre no estaba lejos. Estaba admirando una escultura de un ángel que adornaba una tumba particularmente grande. Alguien detrás de ella la llamó, ya que bajó la mirada y comenzó a hablar con una joven vestida completamente de negro. De lejos, vieron como su madre estrechaba la mano de la extraña, como si la conociera. Caminaron hacia ellas.
-¡Mamá!-
Eliza volteó para ver a sus hijas. En ese momento, una persona apareció entre las niñas y su madre.
Era una mujer con un velo que le oscurecía el rostro. Su largo vestido negro llegaba hasta el suelo, pero no tenía rastro alguno de polvo o suciedad. Parecía una señora mayor, casi tan vieja como la abuelita de las niñas. Anita y Adri se detuvieron.
La mujer les obstruía el paso completamente.
De repente, Anita sintió un frío terrible que le calaba los huesos. Se sentía igual que en la iglesia, cuando no se podía mover.
Adri le apretó la mano, y temblaba. Anita decidió que no había tiempo para esto.
-Con permiso, por favor- dijo, con voz titubeante.
La mujer no respondió. Al voltear a ver el velo que cubría su rostro, Anita sintió una mirada penetrante, y un olor pútrido. Extendió una mano pálida, con piel arrugada y colgante, hacia las niñas. Específicamente, hacia Adri.
Anita se interpuso, y la mujer tomó su brazo. La mano callosa le apretaba la muñeca, con una fuerza inesperada. Anita trató de gritar pero de su boca no salió ni un sonido. Su vista se nubló, sus piernas se entumieron. Sentía como si fuera a caer desfallecida. No podía escuchar, no podía pensar.
Escuchaba una voz en su cabeza, seseante como una serpiente, grave y penetrante. No podía entender una sola palabra, pero la estaba volviendo loca.
Forcejeó para soltarse de la mano de la mujer, en vano.
Volteó hacia su rostro de nuevo.
Esta vez, lo vio más claro.
Aún detrás del velo, pudo ver la mitad inferior del rostro de una anciana, con piel blanca como papel. Estaba tan flaca que sus mejillas estaban hundidas, sus pómulos prominentes eran el adorno de una macabra sonrisa que parecía combinar los labios con los dientes. Su demacrado cuello estaba adornado por un dije que parecía ser un cráneo de plata.
Anita sintió la mirada de la mujer como si pudiera lastimarla físicamente.
La voz en su cabeza ahora era un grito. Balbuceos guturales que amenazaban con destruir su cráneo. No entendía nada y, a la vez, entendía todo. La voz le decía que se callara, que no se moviera, que todo iba a estar bien, que ella no era importante, que no podía luchar.
En su mente, Anita podía ver a su alrededor, un mundo de dolor rojo y negro, con sombras eternas y figuras siniestras. Y en medio de todo eso, estaba Adri.
Su hermana encogida en el piso, con la boca abierta en un alarido silencioso, lágrimas recorrían su rostros mientras decenas de manos surgían de la tierra para alcanzarla.
Anita no podía dejar que eso pasara. No iba a dejar que nada le pasara a Adri. Tenía que ayudarla.
Con todas sus fuerzas, Anita se enfocó en Adri. Podía sentir su dolor y su miedo. La veía como un ser brillante en un mundo de sombras.
-Adri...- dijo Anita.
Las sombras dudaron por un breve segundo. La mano que detenía a Anita aflojó solo un poco. Era su oportunidad.
Anita jaló su brazo tan fuerte que sintió claramente cuando se lastimó. Ignorando el dolor, dio un salto hacia Adri y la envolvió en sus brazos. Agudos alaridos penetraron sus oídos como taladros. Las dos niñas cayeron al suelo, Anita usando su cuerpo como escudo para proteger a Adri…
Y el mundo a su alrededor regresó a la normalidad. No había rastro de la anciana. Era nuevamente un panteón común y corriente, excepto por las dos niñas tiradas en el piso, llorando a gritos.
-¡Niñas! ¡NIÑAS!-
Anita abrió los ojos, y se encontró de frente con su madre agachada sobre ellas, con una expresión de preocupación infinita.
-¡¿Qué hacen?!- dijo Eliza, tocando la frente de las niñas, y dándoles ligeros golpes en los brazos. -¿Comieron algo? ¿Alguien les quiso hacer algo?-
La voz de su madre fue suficiente para que las niñas se calmaran un poco. Después de unos minutos, ambas habían dejado de llorar.
Anita se sentía mejor. Su madre por fin las estaba tratando como…
-¡Levántense! ¿No ven lo que están haciendo?- dijo Eliza, en voz más baja, mirando a su alrededor.
Anita volteó, incrédula, a ver a su madre a los ojos. No era preocupación, se dio cuenta, era vergüenza. A su madre le preocupaba que sus hijas la hiciera quedar mal frente a los demás visitantes del panteón.
Sin dudar, se levantó de golpe, se secó las lágrimas, tomó a Adri de la mano y, en completo silencio, las dos niñas se alejaron de Eliza.
10:30 PM
Esa noche el calor era casi insoportable, sobre todo para ser Noviembre. El aire que entraba de las ventanas abiertas parecía ser el aliento de la ciudad, pesado y caliente. Se escuchaba el paso de los camiones cerca, así como ladridos de diferentes perros a la distancia. La casa de las niñas solía ser fresca, pero esta noche se sentía como si estuvieran en pleno verano. Era una cómoda casa de un piso, en la que todo ruido se escuchaba y la privacidad era prácticamente nula. Para combatir ese problema, las niñas siempre cerraban la puerta de su cuarto, lo cual no ayudaba con el calor.
Anita y Adri se encontraban tumbadas en sus respectivas camas, una al lado de la otra. La televisión, normalmente prendida y sintonizada a cualquier caricatura que estuviera al aire, en esta ocasión se encontraba apagada. Su madre había desconectado la antena, así como confiscado la laptop y el teléfono celular de Anita. Las niñas llevaban toda la tarde y noche encerradas en su cuarto, tratando de pasar el tiempo de cualquier manera que se les ocurriera. Hablaron por una hora, pero pronto se les acabaron las cosas que decir. Trataron de cantar, bailar, jugar, pero no encontraban las ganas de seguir. Después de unas horas, se resignaron y se metieron a sus respectivas camas. Llevaban más de una hora viendo al techo, en silencio, aguantando el calor y el aburrimiento. Y no era sólo eso. Por alguna razón, Anita sentía una incomodidad que no podía sacudir.
Anita estaba molesta con su madre. El castigo era exagerado e injusto. Había tratado de explicarle de las cosas que habían sucedido durante el día. Pero su madre “no quería escuchar pretextos por perder a su hermana” y no les creía de “la anciana rara del panteón”. Para ella, sus hijas se estaban portando mal por “estar todo el día pegada a sus aparatos”, así que los tomó todos y los escondió, probablemente guardando el celular de Anita con todo y bolsita en su propia bolsa de mano. El castigo tradicional. Aunque no había nada normal acerca de la forma en que les dijo todo eso. Normalmente, su madre les habría gritado hasta ponerse morada, les daría un pellizco tan fuerte que les dejaría moretones, y se quejaría con todo aquel que tuviera la mala suerte de hablar con ella durante su mal humor.
Pero esta vez no había sido así. Su regaño había sido entre dientes, su voz nunca subió más allá de un murmullo. Su mirada estaba ausente, y casi parecía desinteresada. Las bolsas bajo sus ojos delataban su cansancio.
Anita había visto la cara de su madre mientras las castigaba, y le había parecido irreconocible.
No, no irreconocible. La había visto así una vez, así de cansada, y así de derrotada. Cuando su esposo, el padre de sus hijas, murió.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sentimiento de un pequeño ser que se subía a la cama con ella.
-Anita, ¿puedo estar aquí contigo?- escuchó decir a Adri. No la veía por la oscuridad, pero podía escuchar el llanto apenas oculto en su voz. A veces, cuando a Adri le daba miedo la oscuridad, las dos dormían en la cama de Anita.
-Hace calor, Adri-
-Pero no me siento bien…-
-Yo tampoco, hace mucho calor-
-No, no es eso-
No dijo nada más, y se subió a la cama. Anita, preocupada, tocó la frente de Adri, esperando encontrar una ligera fiebre.
Pero no sintió el calor. De hecho, no sintió nada de calor. Su hermana estaba tan fría como el cristal. Eso sí preocupó a Anita.
De un salto, se levantó y cerró la ventana del cuarto. No entendía cómo, pero tal vez el aire le estaba dando un resfriado a su hermana. O tal vez se había colado un aire, y Anita no se había dado cuenta. O tal vez le había contagiado a su hermana esa extraña sensación que no lograba identificar.
Nada de eso tenía sentido, pero Anita no encontraba otra explicación.
-Espérame aquí, Adri- le dijo, y salió del cuarto hacia el baño.
El baño estaba del lado derecho del pasillo. Al salir, Anita volteó a la izquierda, y pudo ver cómo la luz de la televisión de la sala iluminaba el resto del pasillo. Su madre estaba viendo la televisión desde horas atrás, y no les había dicho ni una palabra.
-¡Ma!- dijo Anita en voz alta.- ¡Adri no se siente bien!!
No obtuvo más respuesta que las voces de la televisión. A Anita le parecía increíble que aun cuando su hija parecía estar enferma, a su madre le parecía más importante la novela. Resopló, y se dirigió al baño.
Anita entró al baño, tomó un trapo y lo mojó con agua caliente del grifo. Solía empaparlo de agua fría cuando tenía fiebre, así que lo lógico era hacer lo contrario esta vez.
Regresó al cuarto, todavía en penumbras. Extendió la mano para encender la luz. Se escuchó un clic.
No sucedió nada. La luz seguía apagada. Perfecto. La niña enferma, la mamá desinteresada y el foco fundido.
Se dirigió hacía la cama, milagrosamente sin tropezarse con nada, y encontró a Adri acostada con los brazos cruzados.
Sin decir nada, Anita le puso el trapo húmedo en la cabeza mientras tocaba su brazo. También estaba increíblemente frío.
En ese momento, sintió una punzada en su muñeca, como si su brazo se hubiera atorado en la puerta de un coche y estuviera a punto de arrancarle la mano. Fue breve, y desapareció en un segundo, pero fue tan aguda que casi la hace gritar.
Escuchó un sollozo. Adri ya no podía ocultar su llanto.
-¿Qué tienes, Adri?-
-No sé, me siento mareada. Tengo frío. Creo que me voy a morir.-
Anita no pudo evitar ante lo seriamente que Adri decía una frase tan dramática. A pesar de que Anita no era una adulta todavía, le parecía increíble la forma de hablar de los niños más pequeños.
-No te vas a morir, no digas tonterías.- dijo, con una sonrisa que, aunque su hermana no podía ver, pretendía suavizar el ambiente. De nada le servía que la regañaran mientras se sentía así.
-Prefiero morirme a que me lleven.- dijo Adri, casualmente.
-¿Que te lleve quién Adri?-
-Las señoras de la ventana.-
La sangre de Anita se congeló. Al tiempo que Adri terminó la frase, pudo identificar con claridad la sensación de incomodidad que había sentido durante toda la tarde.
Se sentía observada.
Con una lentitud llena de cautela, volteó a ver la ventana. Esperando encontrar un árbol o un arbusto que representara una forma extraña que su hermana seguramente había malinterpretado…
Había una mujer afuera.
Vestida completamente de negro, con una demacrada cara a escasos centímetros del cristal y una sonrisa macabra que parecía llegar de oreja a oreja. Su piel era tan blanca como el papel, sus ojos hundidos brillaban como dos orbes rojos en cuencas negras insertados en un rostro adornado por un enorme sombrero negro.
Anita dio un paso atrás, se tropezó y cayó al piso. Creyó reconocer a la mujer del panteón, pero esa había sido una anciana. Esta mujer era mucho más joven, probablemente menor que su madre.
Un viento implacable azotó la casa. Se escuchaba como el aullido de decenas de lobos hambrientos, y Anita podía escuchar las puertas y ventanas sacudiéndose en sus marcos. Las abiertas se cerraron de golpe, las cerradas se movían como con vida propia.
-¡MAMÁ!- gritó Anita. No hubo respuesta.
Anita se levantó, solo para darse cuenta que la casa se movía como si estuviera temblando. Tambaléandose, llegó hasta la cama donde estaba Adri.
-¡Adri, tenemos que salir!- le dijo mientras trataba de levantarla. Pero Adri estaba completamente inmóvil, con la boca y los ojos abiertos en una expresión de terror absoluto. Anita puso sus manos bajo su hermana, para levantarla, pero parecía pesar más que un auto. No podía moverla ni un centímetro.
Volteó a la ventana, y casi pierde la cordura. La mujer ya no estaba sola. Detrás de ella, Anita pudo ver otras tres figuras sombrías, cuya única característica clara era el rostro blanco y los ojos rojos.
Apartó la vista, regresando a su hermana, y con terror pudo ver que en los brazos y piernas de Adri estaban apareciendo unas marcas que parecían tatuajes al rojo vivo.
Anita decidió que no podía hacer esto sola.
-¡Voy por mi mamá!- gritó, y salió del cuarto.
La casa a su alrededor rugía, mientras parecía que el piso se movía. Anita escuchaba al viento gritar. Daba pasos cortos y tambaleantes mientras se pegaba a la pared para mantener el mínimo equilibrio y no caer de bruces. El brillo de la televisión seguía deslumbrando, afortunadamente iluminando el camino de Anita hasta la sala. Podía ver la silueta de su madre en el sillón. No entendía como no podía reaccionar ante todo lo que estaba pasando.
-¡Mamá!- gritó, a menos de dos metros de ella. Seguía sin haber respuesta.
En ese momento la casa dio la peor sacudida hasta ahora, y Anita cayó al suelo de rodillas. Gateó hasta donde estaba su madre y la tomó del brazo.
-¡Mamá algo le pasa a Adri!- le gritó mientras trataba de levantarla del sillón. Un movimento la distrajo, y se dio cuenta de que las ventanas de la sala estaban abiertas. El viento hacía revolotear a las cortinas como enormes mariposas negras. En uno de sus violentos movimientos, Anita pudo ver hacia afuera.
Había al menos una decena de mujeres, con sus sombreros negros y caras blancas, afuera de la casa. Había ancianas, jóvenes que parecían estudiantes, hasta niñas pequeñas. Todas diferentes, pero todas con el mismo atuendo.
Las veía mover las sonrientes bocas en gestos inhumanos. En ese momento se dio cuenta de que lo que había estado escuchando todo este tiempo no era el sonido del viento, sino una multitud de voces hablando al unísono.
Anita alzó la mirada para ver a su madre… y al verla las lágrimas comenzaron a salir.
Sentada en el sillón estaba Eliza, con la misma expresión de terror que tenía Adri. Sus ojos abiertos como platos, boca abierta, pecho estático y su piel se sentía helada.
-¡Mamá!- le gritó prácticamente al oído y no obtuvo ni un parpadeo en respuesta. Trató de tomarla de la mano, pero sus manos agarraban la enorme bolsa de mano con la rigidez de un muerto.
Necesitaba pedir ayuda. Metió la mano en el bolsillo de su pantalón para sacar su celular, pero al no sentirlo recordó que su madre lo había confiscado durante la tarde. Sus ojos regresaron a la bolsa negra de su madre, donde seguramente se encontraba su teléfono.
Anita tomó la bolsa y, tras demasiado esfuerzo, pudo soltarla de las manos de Eliza. Su muñeca quemaba, y el moretón que le había dejado la mujer del panteón se oscurecía con cada segundo que pasaba. Al terminar el forcejeo, levantó la vista hacia su madre.
Detrás del sillón, estaba una de las mujeres de cara blanca. Volteó a su alrededor, y pudo ver que estaba rodeada de ojos rojos y sombreros negros. Con gestos macabros, seguían su horrible canto mientras se acercaban a Anita.
No iba a poder pedir ayuda, pensaba la desesperanzada niña al buscar su teléfono dentro de la enorme bolsa. Estas mujeres iban a llevársela a ella y Adri, probablemente matarían a su madre si es que no lo habían hecho ya…
Su mano reconoció la bolsita en la que guardaba su teléfono. Lo sacó de golpe en el piso, dejando caer la calaverita de azúcar de Adri, y apretó el botón de encendido.
El teléfono no respondió. Apretó todos los botones, pero la pantalla seguía negra como la noche. No tenía pila. Arrojó el teléfono hacia una de las mujeres, esperando lastimarla y que así no se la llevaran. Cerró los ojos, abrazó sus rodillas y se preparó para el contacto con la piel helada de alguna de las mujeres… pero nadie la tocó.
Pasaron lo que se sentían como horas, y nada pasaba. Anita abrió los ojos, y pudo ver que ninguna de las mujeres se había movido. Todas la miraban con ira, pero no daban ni un paso hacia adelante.
No, no la miraban a ella. Miraban la pequeña calavera de azúcar que estaba a sus pies. Anita no entendía lo que estaba pasando, pero actuó sin pensar, como si alguien le hablara al oído diciéndole exactamente lo que tenía que hacer.
Se levantó, tomó la calaverita, y se dirigió a su cuarto. El viento soplaba más fuerte, las voces se escuchaban con mayor fuerza, y la casa se sacudía todavía más que unos minutos antes.
Anita ignoró todo y caminó con decisión hacia Adri. Al entrar a su cuarto, su corazón casi se detiene al ver que alrededor de su cama se hallaban cinco de las mujeres, tomadas de las manos, haciendo un semicírculo alrededor de Adri.
Adri flotaba a unos centímetros de la cama. Las marcas en su piel brillaban como fuego, y su piel parecía estar humeando.
Las mujeres voltearon a verla, con muecas de odio e ira que las hacía parecer más lobas que humanas. Sus blancos rostros se contorsionaban con cada palabra ininteligible. El viento pareció entrar por la ventana, tratando de empujar a Anita fuera del cuarto.
Empujando con todas sus fuerzas, Anita llegó al borde de la cama. Una mujer trató de detenerla, pero al estirar el brazo tocó accidentalmente la calavera de azúcar. Esto la hizo retroceder y sostener su mano como si se hubiera quemado.
-¡Adri!-
Las mujeres comenzaron a gritar sus extraños cánticos y las marcas en el cuerpo de Adri brillaron con más fuerza.
Anita tomó a su hermana del brazo.
-¡Despierta!-
Adri seguía sin responder. Por una corazonada, acercó la calaverita a su hermana y la tocó con ella.
Nada.
Escuchó lo que sonó como una risa sarcástica salir de las gargantas de las mujeres en su cuarto. No sabía qué hacer, la calavera parecía haberlas alejado hasta ahora, pero eso estaba cambiando. Las mujeres se acercaban a las niñas, y Adri se elevaba cada vez más. Un vago recuerdo le llegó de golpe a Anita.
“Me dijo que me la comiera si me daba miedo.”
Es lo que había dicho Adri al salir de la iglesia, acerca de la calaverita. Partió un pedazo pequeño, y lo puso en la boca abierta de Adri.
En ese momento, las mujeres soltaron un rugido. Pero esta vez no parecía ira. Se escuchaba como el lamento de un depredador herido. De golpe, las marcas en el cuerpo de Adri desaparecieron, y la pequeña niña cayó a su cama. Un torbellino de rojo y negro se desató en el interior de la habitación. Anita recibió un golpe en la cabeza, nunca supo qué o quién la golpeó. Se desplomó en el piso, débil de repente. El mundo a su alrededor se oscureció, y dejó que la noche la atrapara.
11:00 PM
-Anita-
Un susurro en su oído, molesto.
-Anita-
Un roce en su brazo.
-¡Anita!-
Una suave bofetada en la cara.
Anita despertó de golpe, su corazón latía como loco. Se encontró de cara con su hermana, que la miraba como si estuviera enferma.
-¿Adri?-
-Mamá nos llama-
Anita se frotó los ojos. Estaba en su cama y, aunque había un desorden típico de una habitación compartida por dos niñas, no había rastro del caos de la noche.
En ese momento, Eliza entró al cuarto. Estaba vestida con sus pants rosas favoritos, los que usaba para los días de flojera en casa.
-¡Levántate, pues!- dijo, sin un rastro del enojo del día anterior- Vamos a desayunar.-
-Nos hizo chilaquiles- dijo Adri, muy alegre.
-¡No le hubieras dicho! Se suponía que era sorpresa-
-¡Se me salió!-
-Bueno, ya oíste a tu hermana. Cámbiate y vamos a desayunar-
Su madre recogió unas calcetas del suelo, y se las llevó. Anita la escuchó reír en voz baja. Anita no entendía nada. ¿Cómo había llegado a su cama? ¿Qué había pasado con su madre? ¿En dónde estaban las mujeres de negro? ¿Había soñado todo eso?
-¡Anita!- le gritó Adri- ¡Vamos por chilaquiles!- exclamó, mientras salía disparada del cuarto.
-Sí, claro- dijo Anita, levantándose y haciéndose a la idea de que todo había sido un sueño.
Se levantó, metió la mano en su bolsillo…
...y sacó los restos aplastados de una calaverita de azúcar.
-¿Adri?-
-Mande- su hermana regresó tan rápido como se había ido.
-¿Dormí en mi cama toda la noche?
La sonrisa de Adri no desapareció.
-No, me desperté en la noche y estabas dormida en el piso.-
-¿Y cómo llegué a mi cama?-
Adri la miró, luego señaló los restos de calaverita, y muy seria le contestó:
-Estaba aquí la Señora Catrina y le pedí por favor que me ayudara a meterte en tu cama-
Y con eso salió del cuarto.