Lau Malaver

Las arepas de Nidia

BIO

Lau is a Latinx, genderqueer performer and scholar. Lau’s life has been informed by transitions, movement, barriers, borders. Though difficult at times, such crossings of borders and liminal spaces have encouraged resiliency, and have opened avenues for rethinking authenticity and embodiment of identities as fundamental characteristics by which to survive. Lau has straddled borders in the U.S. ever since, after coming out as gay, and after finding storytelling and narrative as an outlet of expression and liberation. Lau writes fiction as a form of liberation, is an educator, scholar, and performer. They are currently a PhD student in the Department of Comparative Ethnic Studies focusing on projects of racialized transnational crossings informed by decoloniality. 

Una vez por semana, los jueves para ser exactos, Héctor le llevaba a su tía Clemencia unas arepas recién hechas por Nidia. Esta rutina había comenzado hacía unos cuatro meses, después de un dolor de cabeza tan terrible que Clemencia no tuvo los alientos necesarios para llamar al doctor o siquiera una ambulancia. Su dolor terminó siendo una insoportable migraña la cual la llevo a un estado inconsciente, y al llegar Roberta a hacer aseo a su apartamento como de costumbre, la encontró recostada en su cama rodeada de una profunda oscuridad que había construido rápidamente antes de quedarse dormida. Las cortinas cafés y pesadas que de día permitían que el sol creara con el tiempo un rectángulo perfecto en el piso de madera, habían quedado medio cerradas del afán que Clemencia tuvo de omitir cualquier luz y sonido transmitido desde afuera. Las tres lámparas del cuarto estaban apagadas—la de tamaño mediano de su mesa de noche, la de caperuza azul que tenía en el baño dentro de su cuarto, y “la flaca” como la bautizarían Clemencia y Roberta que estaba parada al lado de un sillón de pana verde oscuro. Así quedó la escena casi detectivésca que Roberta encontraría unas horas más tarde; las cortinas, las lámparas, la puerta y hasta el closet había cerrado Clemencia para no dejar el mínimo rayo de luz, fuera artificial o no, acrecentar su malestar. Héctor recibió la llamada que no quería recibir nunca, pues su tía lo había cuidado por tantos años, que su propia cabeza sentía el dolor tan fuerte e incómodo que pudo haber sentido Clemencia.

—¡Ay dios mío, señor! — dijo Roberta con voz angustiada apenas Héctor contestó el teléfono de su casa —. Su tía Clemencia se encuentra en muy mal estado, don Héctor. Acabo de llamar una ambulancia…Creo que está inconsciente.

La voz de Roberta siempre baja y concisa, sonaba entrecortada esta vez, abrumada por la trágica escena de la que fue testigo esa tarde. En varias ocasiones Roberta había contemplado las muchas posibles maneras por las cuales Clemencia podría quedar enferma o incluso morir. Llevaba cuidando a Clemencia hacia un año tres veces por semana. Le ayudaba con el aseo mínimo del apartamento; la cocina, la sala y el comedor, el baño, y el único cuarto que había. Clemencia había tomado la decisión de descartar muchas cosas materiales que agobiaban su vida incluyendo la casa en la que había vivido por más de treinta años. Estas cosas de las cuales se deshizo, eran obsequios de cumpleaños, detalles amistosos de sus amigas y alguna que otra herencia de sus familiares. Clemencia recibía todo con gusto y gratitud, y terminaba dejando todo amontonarse en alguna parte de su casa. Cuando se trasteó a su nuevo apartamento, la reducción de espacio fue significativa, tanto que Roberta al comenzar a trabajar para ella había quedado sorprendida. Pensó durante el primer día de orientación que lo mínimo sería decorar la sala y el comedor con algún mantel o porcelana, pero nunca se imaginó que tendría menos que hacer en cuanto a la limpieza y más por aprender sobre el cuidado de las matas, que Clemencia adoraba, y las lámparas, pues por alguna razón su colección de lámparas era la excepción cuando hizo el descarte inicial. Al fin y al cabo, ambas mujeres charlaban horas enteras de los crucigramas del periódico, de los cuentos que Clemencia leía diariamente y de alguna observación que habría hecho desde la ventana de su apartamento. Roberta le compartía lo que le gustaba leer en sus horas de descanso.

— Prefiero las columnas de opinión. Me atraen más los debates. Ver a dos o más personas investigar algo que les interese y así defender sus opiniones con hechos claros.

Clemencia escuchaba muy atentamente, pues mal que bien esta persona ajena a su vida se convertiría antes de lo previsto, en su mano derecha. Una vez, en una de las visitas regulares de Roberta, Clemencia inició una conversación sobre los sueños y le preguntó si se acordaba de los suyos sin primero dar su opinión.

—Pienso que los sueños explican cosas bastante interesantes que en nuestro día-a-día terminan siendo incoherentes — comentó Clemencia—. Esos deseos, esos pensamientos se deben quedar allí, en nuestra mente, nuestra memoria, nuestro inconsciente. ¿Qué cree usted, Roberta? ¿Se ha puesto a pensar y reflexionar sobre sus sueños?

—Pues si le digo sinceramente, a mi me parece que los sueños representan otra vida paralela a esta que usted llama el día-a-día — Roberta le respondió mientras limpiaba el polvo de la mesa de centro de la sala y la biblioteca casi vacía frente al sofá—. Sean o no deseos o recuerdos, a fin de cuentas, los experimentamos y los sentimos cuando estamos dormidos. Es más, pienso que cuando sueño con algunos miembros de mi familia o con pacientes a quienes he cuidado por muchos años, pues me despierto contenta de haber ayudado en esa otra realidad paralela. Así que no me dan ganas de reflexionar sobre lo que sueño en mi día-a-día, pero si le digo que no me preocupo tanto porque tengo que estar bien presente en esta realidad mientras estoy despierta.

La respuesta de Roberta no le molestó del todo a Clemencia, aunque le sorprendió su posición indolente, pero eficaz. Muchas conversaciones como estas, ocurrían casi todas las veces que Clemencia hacia entrar a Roberta a su apartamento después de hablar brevemente por el citófono con Pedro, el celador. En otra ocasión, durante una de las manías que le daban, esta le pidió a Roberta traer una grabadora.

—Vamos a escuchar un poco de música mañana. ¿Qué le parece? —dijo Clemencia en comienzo y a los pocos segundos añadió —Ah, y traiga algún casete que tenga por ahí revuelto con sus cosas.

A Roberta no le disgustó la idea de escuchar algo de música en ese apartamento que le parecía tan frio y apagado, aunque sintió nervios cuando pensó en tener que elegir la música. Al otro día, Roberta subía lentamente por los escalones de en frente del edificio. Iba cargada con la grabadora en un brazo, una mochila pesada y colgada, y unos pasabocas metidos en una bolsa plástica que sostenía con su otra mano.

—Estarán de fiesta hoy como veo, doña Roberta —dijo Pedro al abrir la puerta de vidrio de entrada al edificio.

 —Pues fiesta es mucho decir, pero sí creo que hoy será un cuanto alegre —respondió Roberta.

Pedro ya estaba marcando al citófono para avisarle a Clemencia de la llegada de Roberta, cuando esta de repente se acordó que olvidó el casete de boleros en la mesa de comedor de su casa.

—Que siga, doña Roberta —dijo Pedro casi sin poder terminar la frase, pues Roberta lo interrumpió apenas colgó el citófono.

—¡Ay Pedro! dígame que tiene por ahí un casete guardado —le preguntó Roberta con inquietud—. Es que se me olvidó traer el mío y no ve que la señora Clemencia me pidió que trajera uno. No puedo creer que se me haya olvidado —decía Roberta casi que con súplica mientras Pedro buscaba bajo el mesón de la recepción algún objeto del tamaño de un casete a ver si daba con lo que le pedían. En su angustia y por ende la de Pedro, este encontró un casete viejo dentro de un cajón.

—Mire, aquí encontré uno —dijo Pedro mientras leía el título escrito en esfero azul ya casi borrado—. Vallenatos clásicos.

En esas, Roberta no sabía si era mejor decir que en su apuro, se despistó al salir de su casa que no había podido encontrar ningún casete, o si llevarle este, que Pedro por suerte había encontrado, y de ahí esperar la posible charla que vendría con Clemencia. Decidió llevárselo.

En solo un año, el vínculo profesional y amistoso resultó enorme. Por esta y muchas más razones, Roberta estaba en un shock absoluto cuando encontró a su fiel compañera de charla en la cama, inconsciente. Clemencia le había dejado claro a Roberta que, si algo le sucediera en el apartamento o donde fuera, que llamara a Héctor de inmediato. El teléfono de su casa y el del celular estaban anotados en una libreta de teléfonos puesta dentro del cajón de su mesa de noche. También había escrito las dosis de medicamentos que los doctores le habían mandado y uno que otro número de domicilios de comidas rápidas que de vez en cuando le gustaba pedir. Roberta recordó este detalle de inmediato cuando vio a Clemencia en la cama y quiso marcarle a Héctor primero, pero pensó rápidamente en su entrenamiento en la clínica y sabía que llamar a una ambulancia sería el primer paso. 

—Ya voy para ya. Póngale un trapo mojado con agua fría en la cabeza y mire si sigue respirando. Usted sabe cómo es todo eso. Ya salgo —dijo Héctor en pocos segundos, colgando el teléfono antes de que Roberta pudiera despedirse.

Héctor usaba transporte público para todo. En días de apuro, le pedía a Marta que le pidiera un taxi mientras se terminaba de arreglar para salir. Pero preciso ese día era lunes y Marta no trabajaba. Héctor la había contratado para ayudarle con el aseo y la comida por unas pocas horas durante la semana, pero no quería que se quedara mucho tiempo en la casa, ya que prefería estar solo. En su pánico y estrés, descolgó el teléfono y pidió un taxi de inmediato.

—JRN903, en diez minutos —se dijo Héctor mientras anotaba la información en un cuaderno que dejaba al lado del teléfono para cuando recibiera mensajes que Marta debía dejar por escrito. Durante la espera del taxi, Héctor sacó de su mesa de noche una libreta de teléfonos azul oscura que le habían regalado un diciembre. Uno de esos obsequios sencillos, pero extremadamente útiles para la casa. Abrió la lengüeta de la letra Q para buscar el número de Ana María Quintana, su hija. Héctor no se acordaba de los números de teléfono de nadie, escasamente le daba el suyo a la gente, y menos en el estrés en el que se encontraba. Como Clemencia se había hecho cargo de Héctor desde muy chiquito y este la adoraba como su propia mamá, al nacer Ana María era obvio para Héctor que la viera como su abuela. Sin reparo alguno, Ana María comenzó a llamarla “nana” y “abuelita” desde que emitió sus primeras palabras, y eventualmente la bautizó “abue Clemence” que para Clemencia era adorable.

—Hola Pa, ¿Cómo estás? —contestó Ana María un poco angustiada porque Héctor la había llamado a la oficina y no a su celular o a la casa. —¿Todo bien?

—Hola, amor. No, no muy bien —respondió Héctor con voz baja y quebrantada. —Tu abuela está inconsciente. Roberta me acaba de llamar porque la encontró recostada en la cama. Pedí un taxi y apenas llegue, me voy para el apartamento. Roberta pidió una ambulancia para que sepas.

         Ana María estaba sentada en su escritorio de trabajo cuando recibió la noticia. Quedó pálida y desconcertada. Se puso la mano izquierda en la cabeza, tratando de tomar decisiones en segundos.

—Me dejas en shock. Tranquilo tú, Pa. No te afanes. Yo empaco mis cosas y salgo para el apto de la abue Clemence lo antes posible, ¿bueno? —le dijo Ana María a su papá de manera tranquilizante pero afanada. Héctor asintió y colgaron al tiempo.

El taxi había llegado en ese momento. Héctor revisó que las placas fueran las mismas que había anotado y salió de su casa. Cerró con seguro la puerta principal y la reja, y se montó al taxi. Héctor saludó al taxista y le dio indicaciones para dirigirse al apartamento de Clemencia. Durante todo el viaje miró por la ventana rezando que no fuera nada grave y que los paramédicos de la ambulancia estuvieran dándole primeros auxilios antes de su llegada.

Ana María le comentó a Pilar, su jefe, sobre la situación en la que se encontraba y al recibir permiso para irse temprano, empacó los bocetos que llevaba meses trabajando, cogió su termo de café y salió enseguida. Ana María trabajaba en un ambiente muy relajado que Pilar y su equipo de trabajo habían desarrollado y conformado de manera novedosa. Todo el staff o personal tenía entre veinticinco y treinta y cinco años. Su mayor logro fue entrar a la organización durante la primera tanda de contratación, pues Pilar y Guillermo querían a artistas comprometidos en sacar adelante los objetivos principales, pero también confiaban que tener un equipo diverso en pensamiento y cultura sería fundamental. Ana María les daba mucho. Ella había cumplido los veintiocho años cuando inició su trabajo. Había expuesto unos diseños bastante novedosos y arriesgados para lo que buscaban compañías más serias. Pilar quedó encantada al conocer a Ana María durante esa exposición un día lluvioso como lo eran casi todos, en un garaje arreglado por ella y unos amigos de la universidad. Sin duda, Ana María daba la talla para lo que buscaban y así comenzó su trayecto profesional y artístico.

Pilar le dio más que permiso de salir cuando Ana María le dio las noticias de la abue Clemence. Habiéndola conocido ese mismo día de la exposición, Pilar sabia lo importante que era Clemencia para esa familia y le ofreció trabajar desde su casa si lo fuera a necesitar. Ana María bajo las escaleras hasta el sótano, encontró su carro, puso sus materiales y bocetos en el asiento del pasajero y echó reversa enseguida.

—Siga, siga señorita Ana María, su papá ya llegó —le dijo Pedro mientras la hizo pasar. Pedro había quedado confundido cuando los paramédicos pidieron entrar a la portería prontamente a los pocos minutos de que Roberta había subido. Se preocupó por Clemencia, claro, pues no salía mucho del apartamento y cuando lo hacía era a la tienda de la esquina a comprar una arepa de las que preparaba Nidia. El regreso del corto paseo a la tienda siempre emocionaba a Pedro, pues Clemencia le daba dos arepas de regalo.

—Una para ahorita, para galguear, y la otra pa’ la comida —decía Clemencia con una arepa ya mordisqueada en su mano. —Creo que son las mejores arepas que me he comido, ¿sabe? Nidia las prepara perfectas. Me dijo que ahora hace domicilios. Se imagina usted, Pedro, ¿si me pongo en esas yo? ¿A pedirle arepas por teléfono? Me quedaría sin mi caminata y sin verla pa’ saludarla.

         Pedro disfrutaba la manera en que Clemencia hablaba, como si ella fuera a contar un anécdota detallada y larga sobre sus aventuras en la calle. Hasta el momento sólo le agradecía por el detalle, pero con esta noticia de ambulancias y médicos y familiares entrando a ver qué estaba pasando, Pedro sintió un deseo enorme de poder preguntarle sobre sus caminatas y sus observaciones. Quedó pendiente de las próximas llegadas de Héctor y Ana María.

         La escena en el apartamento era rara. Los paramédicos continuaban dándole primeros auxilios a Clemencia todavía recostada en su cama. Roberta miraba aterrada y angustiada desde la puerta del cuarto. Héctor y Ana María estaban parados al otro lado de la cama donde habían quedado las cortinas mal cerradas. En menos de diez minutos Clemencia había vuelto a la realidad. No había dejado de respirar, pero su dolor de cabeza que se transformó en migraña, le ocasionó tanto dolor que sus defensas no le permitieron siquiera tomarse una aspirina. Los paramédicos explicaron con detalle que esas migrañas pueden resultar por temas de estrés o consumo de ciertas comidas y bebidas. Roberta dijo que le parecía extraño que fuera comida porque no había losa sucia por ninguna parte. Ese día no había salido siquiera a comprar sus arepas o dulces y tampoco había pedido domicilio. Los paramédicos continuaron explicando que la sensibilidad a la luz y a los sonidos son síntomas que pueden mezclarse con el estrés. Como pudieron ver todos presentes en el cuarto, quedaba claro que Clemencia había intentado reducir los síntomas lo mejor que pudo.

         —¿Qué medicamentos pueden recetarle? ¿Es necesario llamar al doctor? —pregunto Ana María con ganas de resolver la situación lo antes posible, pues temía que algo similar fuera a pasar y esta vez más grave.

         —Sugiero que la vea un doctor, sí. En este momento está mejor —dijo uno de los paramédicos mientras volteaba a ver a Clemencia quien estaba sorprendida que no le habían preguntado nada.

         —Bueno, y ¿por qué no me preguntan a mí? —dijo graciosamente y volteó a saludar a Ana María y a Héctor primero. —Hola mis amores. No se preocupen que ya estoy bien. Solo falta que me dejen aquí los médicos ya tranquila, ¿verdad? —dijo dirigiéndose a los paramédicos. Estos asintieron y le dejaron instrucciones a Héctor y a Roberta al salir. Ana María se acercó a la cama a saludarla con un abrazo fuerte y cariñoso. Ambas hablaron de lo que había ocurrido y del trabajo de Ana María. Clemencia quería mucho a su nieta, pues desde que Héctor quedó viudo, no supo cómo mejor apoyarlo sino estar presente en su vida constantemente. Héctor nunca se volvió a casar.

Los primeros diez años de su vida fueron difíciles tanto para Héctor como para Clemencia, pues Ana María no entendía cómo era posible que su mamá se hubiera ido de viaje por tanto tiempo. Héctor no tenia las fuerzas para decirle que Sandra había muerto en un accidente automovilístico. Y aunque Ana María tenía alguna idea de lo que pudiera tratarse, temía que fuera verdad y que su papá se sintiera culpable. A los meses de estar en una depresión insoportable, Héctor con la ayuda de Clemencia, le contó a Ana María lo que había pasado.

Iba por carretera desde Bogotá a Santa Marta a chequear el proceso de un proyecto que había comenzado hacia unos meses. Trabajaba con dos sociólogos profesores y tres estudiantes de doctorado y habían puesto en marcha una investigación sobre los intereses musicales de distintas zonas de la ciudad. A Sandra le fascinaba la música de todo tipo, tanto que quería entender la forma casi patriota en la cual se independizaban figurativamente ciertas regiones del país de otros por su orgullo musical. Conoció a Héctor en la universidad mientras estudiaban y quiso tener hijos a mediados de sus treinta, ya cuando Héctor pudo comprar la casa que querían para tener espacio para su trabajo como arquitecto y dejarle un espacio bastante amplio a Sandra para sus investigaciones y estudios. La llegada de Ana María fue inesperada, pero al mismo tiempo importantísima para Sandra. Según Héctor, y hasta Clemencia le dijo varias veces, Sandra necesitaba un descanso académico. No obstante, su terquedad no dejo que se quedara quieta. Sandra llevaba a Ana María a todas partes: se iban de viaje por tierra, visitaban las casas de otros profesores, comían en el centro y no faltaban las arepas que Clemencia siempre recomendaba. Ese día tan inoportuno, Sandra se desvió por una carretera que tenía menos tráfico en ese momento. Al dar una curva bastante estrecha, Sandra perdió el control del timón y se estrelló con un camión que venía por la otra vía. Fue tan fuerte el impacto, que Sandra no pudo frenar y quedó aprisionada en su carro, inmóvil, sin respirar.

Ese día viendo a la abue Clemence recostada en la cama con los paramédicos encima, llevó a Ana María a ese momento del accidente que le habían contado hacia muchísimos años. Nunca le había sido fácil superar esa muerte y menos cuando su papá había quedado en shock y en una depresión profunda por varios meses. En su angustia, Ana María quiso salir a comprar un detalle para su abuela.

—Ya vuelvo, Pa —le dijo Ana María a Héctor saliendo del cuarto y dirigiéndose a la cocina donde estaba Roberta. —Roberta, ¿me acompaña aquí a la tienda de la esquina? —le preguntó Ana María mientras sacaba unos billetes sueltos que tenía en el bolsillo de afuera de su chaqueta. Ambas salieron. Mientras tanto, Héctor se sentó en el sillón del cuarto de Clemencia y comenzaron a hablar de muchas cosas interesantes menos del incidente de ella o el de Sandra. A los quince minutos regresaron con un paquete de arepas. Las arepas de Nidia que Clemencia tanto quería. Eran tradición familiar. A Nidia la apoyaban bastante en su negocio, tanto que entre tragos y chistes Héctor y Ana María llegaron a pensar si la abue Clemence se había mudado a ese apartamento para estar cerca de Nidia. Tal vez sí, pensaron ambos.

Durante los primeros cuatro meses después de su migraña insoportable que le había costado sentirse vieja y sin ánimos, Clemencia se quedó en su apartamento la mayoría del tiempo. Si salía era porque Héctor la recogía para hacerse unos exámenes en la clínica. O a veces salía porque Ana María tenía algún evento o exposición a la cual Clemencia quería asistir. De resto, se dedicó a escribir cuentecillos cortos de lo que veía por la ventana o algo que leía en el periódico. De vez en cuando Pedro le marcaba al citófono por si se le ofrecía algo de comer o algún pedido a la tienda. Roberta seguía su rutina semanal los lunes, los miércoles y los viernes de nueve de la mañana hasta las 4 de la tarde. Siguieron escuchando música y Roberta le escuchaba los cuentos a Clemencia. De vez en cuando le pedía que le redactara algún cuento que creía necesitaba la opinión de Roberta. Ana María le hacia visitas una vez por semana y la llamaba casi todos los días.

El jueves diecisiete de junio, Héctor salió de su casa camino al Transmilenio para hacerle una visita a su tía. Ya que Roberta no estaba, pensó en llevarle unos cuentos nuevos que había leído de unos escritores bogotanos de quienes no había escuchado. Le parecía interesantísimo leer sobre la ciudad y la manera en que los nuevos escritores creaban para bien o para mal nuevos lectores, pues, aunque haya leído toda su vida, Bogotá cambiaba y así la conocía mejor, a través de sus nuevos habitantes. Se bajo del Transmilenio a unas ocho cuadras de la tienda de Nidia.

—Don Héctor, ¿Cómo me le va? Hace tiempos que no viene la señora Clemencia. Me contó Pedro que estaba enferma todavía, ¿es verdad? Yo le mande unas arepas la semana pasada pero no me dijo nada. Solo mandó a Roberta a que me agradeciera. Pero no es lo mismo, don Héctor, tener que escucharlo de un tercero, ¿me entiende? Las charlas con la señora Clemencia son irremplazables —le dijo Nidia a la vez que eligia unas cinco arepas recién hechas y las empacaba en una bolsa de papel. Héctor las recibió y le pagó, aunque ella no quisiera recibirle ese pago esta vez. Pedro vio que subía por la escalera con su paquete listo para visitar a Clemencia y no esperó a que llegara para abrirle la puerta. Desde la entrada Pedro lo recibió y lo hizo pasar.

—¡No sabes cuánto agradezco este detalle, mi amor! Ven, siéntate aquí y te cuento lo que estuve escribiendo —dijo Clemencia mientras sacaba de la biblioteca que tenía casi vacía, un cuaderno viejo y casi roto. —¿Te acuerdas de mi amigo Roberto? ¿El que siempre venía a visitarme y me daba noticias de sus publicaciones y escritos? Él me mandaba lo último que había producido y me pedía editarlos antes de mandarlos a la editorial. Al menos eso me decía. ¿Si te suena? —Héctor asintió con su cara algo dudosa que quiso evitar para que Clemencia no sintiera que no se acordaba del todo.

—Pues recibí este libro ayer. Pedro me lo mandó con Roberta. ¿Qué opinas? ¿Qué tal esa portada, ah? —Clemencia le pasó el libro a Héctor y mientras él lo admiraba, Clemencia se levantó del sofá y se sirvió un aguardiente con un poquito de tinto como le gustaba. Sacó dos platos de la alacena y regresó a la sala. Se quedaron mudos por un tiempo mientras Héctor ojeaba el libro que le había dado Clemencia y esta deleitaba de su carajillo y su arepa. Para Clemencia no era coincidente que le hubiera llegado esa copia de La calle 90 y tú, aunque sí pensaba mientras sonreía con picardía que ese día sería el mejor de su vida. Había comenzado a lloviznar en ese momento y se oscurecía la sala lentamente. Las nubes cargadas, cubrían lo que se veía de la ciudad desde su quinto piso. Así eran sus días favoritos, oscuros, lluviosos y melancólicos. Tal vez La calle 90 y tú sí era una señal, un chance y una coincidencia. Le ofreció a Héctor un tinto cargado con aguardiente y se quedaron ahí, en la sala, degustando de las delicias que preparaba Nidia y almacenando en silencio los muchos recuerdos que ese libro les traía.

 

 

 

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